Algún día visitaré Comala
Según declaró en una ocasión Josep M. Rodríguez (Súria, Barcelona, 1976), el espacio de su poesía es «un realismo ensanchado psíquicamente», en equilibrio entre opciones poéticas opuestas y construido con trabajo, intuición y economía verbal. No disuena el verbo «construir» aplicado a un poemario que se titula Arquitectura yo: «a ratos me construyo», «a ratos me derribo», escribe Josep M. Rodríguez, uno de los poetas jóvenes de mayor enjundia, con una poesía sintética y densa, en la que el pensamiento suele condensarse en algún verso feliz y donde la emoción fluye oculta como la savia de los árboles. Se trata, por otro lado, de un poeta que modela cuidadosamente cada pieza, evitando caer en lo ya dicho. «Amenazan los tópicos», escribe, consciente de que, tras miles de años de poesía, todo tema ha recibido acuñaciones reiteradas una y otra vez, y de que la labor del poeta consiste en dotar de expresión original a la idea común. «Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar» son los versos más citados de nuestra literatura; pero Josep M. Rodríguez escribirá: «El otoño también llega hasta el mar. / Una a una / las olas / se deshojan»; la vieja idea manriqueña ha recibido así novedosa plasmación verbal. Ortega decía que la poesía consistía en eludir el nombre cotidiano de las cosas, gastado por el uso, y en ponernos ante el ángulo nunca visto del objeto de siempre.
A la construcción de la identidad que es el poemario Arquitectura yo, contribuyen los recuerdos, en primer lugar, que atestiguan lo que ya no volverá («Nos construyen las pérdidas») y certifican, por lo tanto, el vacío desde el que se canta, la soledad inscrita en el alma y la belleza inútil de las cosas; en segundo lugar, el amor, con la imagen del puente que no se sabe adónde lleva, asentándose, por tanto, en la incertidumbre del mismo; si la incertidumbre amorosa es un aliciente para el poeta, no lo es referida a la vida: «No hay miedo comparable a la incerteza». El azar (la enfermedad, la muerte, etc.) siembra la vida de temor. Los poemas últimos aluden, en efecto, a la muerte. La muerte es el pináculo de la arquitectura del yo alzada por el poeta: «Es por el ataúd que comprendo quien soy». No hay espacio literario más ligado a la muerte que Comala: algún día la visitaremos todos; mientras tanto «todo es víspera», según atestigua esta poesía escueta y densa, ajustada a las más hondas verdades del transcurso vital del hombre.
Según declaró en una ocasión Josep M. Rodríguez (Súria, Barcelona, 1976), el espacio de su poesía es «un realismo ensanchado psíquicamente», en equilibrio entre opciones poéticas opuestas y construido con trabajo, intuición y economía verbal. No disuena el verbo «construir» aplicado a un poemario que se titula Arquitectura yo: «a ratos me construyo», «a ratos me derribo», escribe Josep M. Rodríguez, uno de los poetas jóvenes de mayor enjundia, con una poesía sintética y densa, en la que el pensamiento suele condensarse en algún verso feliz y donde la emoción fluye oculta como la savia de los árboles. Se trata, por otro lado, de un poeta que modela cuidadosamente cada pieza, evitando caer en lo ya dicho. «Amenazan los tópicos», escribe, consciente de que, tras miles de años de poesía, todo tema ha recibido acuñaciones reiteradas una y otra vez, y de que la labor del poeta consiste en dotar de expresión original a la idea común. «Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar» son los versos más citados de nuestra literatura; pero Josep M. Rodríguez escribirá: «El otoño también llega hasta el mar. / Una a una / las olas / se deshojan»; la vieja idea manriqueña ha recibido así novedosa plasmación verbal. Ortega decía que la poesía consistía en eludir el nombre cotidiano de las cosas, gastado por el uso, y en ponernos ante el ángulo nunca visto del objeto de siempre.
A la construcción de la identidad que es el poemario Arquitectura yo, contribuyen los recuerdos, en primer lugar, que atestiguan lo que ya no volverá («Nos construyen las pérdidas») y certifican, por lo tanto, el vacío desde el que se canta, la soledad inscrita en el alma y la belleza inútil de las cosas; en segundo lugar, el amor, con la imagen del puente que no se sabe adónde lleva, asentándose, por tanto, en la incertidumbre del mismo; si la incertidumbre amorosa es un aliciente para el poeta, no lo es referida a la vida: «No hay miedo comparable a la incerteza». El azar (la enfermedad, la muerte, etc.) siembra la vida de temor. Los poemas últimos aluden, en efecto, a la muerte. La muerte es el pináculo de la arquitectura del yo alzada por el poeta: «Es por el ataúd que comprendo quien soy». No hay espacio literario más ligado a la muerte que Comala: algún día la visitaremos todos; mientras tanto «todo es víspera», según atestigua esta poesía escueta y densa, ajustada a las más hondas verdades del transcurso vital del hombre.
Diario de León, 17 de junio de 2012.
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