Ayer se publicó la siguiente reseña de Arquitectura yo en el suplemento Postdata del diario Levante. La firmaba el poeta Antonio Cabrera:
Con dos sombras
Poeta joven sin temor, de dicción escueta, aristada con sabiduría, aguda con densidad, Josep M. Rodríguez aborda en imágenes transparentes, poesía resonante, el enigma de la identidad de manera inquisitiva y con ímpetu existencialista.
Josep Maria Rodríguez (Súria, Barcelona, 1976), además de haber publicado, incluyendo el que nos ocupa, cinco libros de poemas, ha estudiado, traducido y antologado el haiku japonés, materia en la que es un experto entre nosotros. Esto no le ha impedido, sin embargo, dedicar otra antología -Yo es otro (2001)- precisamente al asunto del que parece huir el haiku, el yo. Podría llamar la atención que alguien tan interesado en un género poético vuelto de manera radical hacia lo externo, hacia todo lo que no se confunde con el individuo, al mismo tiempo haga acopio representativo de poemas de la tradición española reciente dedicados a tan íntimo inquilino. Ahora bien, como Josep M. Rodríguez ha entendido a la perfección, no tiene por qué existir conflicto en eso; del haiku su poesía ha tomado, con eficaz digestión, no la carne digamos filosófica o temática sino la médula expresiva: la suya es una dicción generalmente escueta, aristada con sabiduría, aguda con densidad.
Si en el manejo de la elipsis y en la certera economía de lo dicho muestra Rodríguez su deuda con la poesía oriental (que no es, por otra parte, su único caladero), el eje fundamental de sus asuntos lo constituye la interioridad, siempre analizada de manera inquisitiva, con la inteligencia enfocada de un modo muy particular, como dándole a la reflexión un sesgo oblicuo que acoge con hondura las porciones de mundo necesarias. Arquitectura yo -¿puede ser más explícito el título?- aúna en cuatro secciones poemas que abordan casi exclusivamente el enigma de la identidad, la que es a la vez construcción y derribo permanentes: “como un niño que nace / en un barco que se hunde”. Y ello porque semejante edificio se levanta rodeado por el aire de la muerte, tesis ésta de raíz existencialista que resuena rotunda: “Es por el ataúd que comprendo quién soy”.
Rodríguez parece estar especialmente dotado, como ningún otro poeta de su generación, para introducir en sus poemas –que son artefactos en los que se prepara con precisión la cuerda que ha de ser pulsada- una rara dosis de claridad, pues evitando todo hermetismo consigue generar una pátina de transparencia turbia, enriquecida. Son poemas, por tanto, llenos de resonancia. Y no tienen poca culpa de esto las sordas explosiones que proponen a la mente lectora imágenes donde se combinan lo muy concreto y material con lo moral o abstracto. Basten dos ejemplos de poemas diferentes: “Mi memoria es un mueble / con termitas: // tras la apariencia apenas queda nada” o “Como ese punto blando en la cabeza / de los recién nacidos, // tocarte es peligroso”.
Arquitectura yo se lee, en definitiva, como un álbum de estampas radiográficas pero reflexivas, capaces de exponer nuestra condición interior y hacernos ver en ella cómo vida y muerte se proyectan para dar lugar a la extraña silueta humana: “Nacemos con dos sombras / esas son nuestras alas”.
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