VOCES EN LA DISTANCIA
Arquitectura yo, el último libro publicado por Josep M. Rodríguez, obtuvo el decimocuarto Premio de Poesía Generación del 27 y confirma a su autor como una de las
voces más singulares y con una trayectoria más consolidada de entre los jóvenes
poetas españoles. Libros como Frío, La caja negra o Raíz, que preceden al que
ahora comentamos, han ido apuntalando
cotas de nivel cada vez más altas y, al mismo tiempo, han transformado una voz
dubitativa, propia de la juventud, en una voz personal, segura, afirmativa.
El libro que nos ocupa está
dividido en cuatro secciones, separadas por sendas citas de otros poetas que
funcionan como una especie de guía para adentrarnos en ese bosque escrito, del
cual cada poema semeja ser un árbol independiente. El poema titulado Crudo expone, en sus versos finales, de
forma precisa esta idea: “El árbol que no es bosque / lo anticipa”. Como
anticipa también el asunto que da unidad al libro, la indagación sobre el yo,
sobre la fragmentación del yo postmoderno: “Deja de preocuparte por quién eres”
escribe Josep M. Rodríguez. La tan controvertida intención del sujeto poético
de buscar el anonimato parece encontrar en estos versos un anticipo que, no
siempre de forma uniforme, continuará desarrollándose a medida que nos
adentramos en el libro. Tal movimiento –podemos decir, siguiendo a Bloom–
procede de una búsqueda frustrada del propio yo, para concluir en una no menos
inquietante conclusión, la de tomar conciencia del “yo como parte mutilada de
una totalidad a la que alguna vez se creyó pertenecer”.
Asombra la capacidad de síntesis,
del poder de abstracción de las imágenes y su ambigua relación entre ellas,
porque son transformadas por una precisión del lenguaje poco frecuente: “El
otoño también llega hasta el mar, / una a una / las olas / se deshojan”. Se
necesita tener la mente en ebullición para relacionar el otoño estacional y la
caída de las hojas con algo intemporal como las olas, de tonos verduscos, es
verdad, en su concavidad, “en el momento de caer hacia adelante”, como escribe
Handke, lo que justificaría en cierto modo el símil; pero me atrevo a ir aún
más allá, a ese yo inscrito en el árbol del poema que parece temer ya el otoño
de la vida. Josep M. Rodríguez es un poeta joven, lo cual no impide que sus reflexiones
existenciales trasciendan su edad cronológica y estén tachonadas de un
sentimiento nostálgico que, para los que somos notablemente mayores que el
autor, no deja de sorprendernos por su sentimiento nostálgico. “Reconforta /
pensar que en otro tiempo, incluso otro lugar, / alguien vivió un estado igual a
este: // así me siento un poco menos solo”, escribe en el poema Postal de otoño. En el tránsito del yo a
la madurez, el poeta no encuentra sólidos referentes a los que aferrarse, por
eso se refugia en su pasado remoto, en el que, quienes vivieron en él,
acompañan espiritualmente el camino del poeta hacia la madurez. El poema Creer, comienza de manera contundente:
“Mi forma de buscarme en cada verso // me lleva hasta la casa de mis padres”.
Creo que estos versos confirman la idea más arriba expuesta. Cuando se
encuentra perdido, vuelve al lugar de origen, la casa de sus padres, un lugar
donde sentirse protegido, donde reencontrase.
Buen conocedor de la tradición
poética oriental, algunos de los poemas de Josep M. Rodríguez poseen el vigor
contenido y la sugerencia reiterada de un haiku, como el titulado Ukiyo-E, quizá el más elocuente, aunque
encontramos ejemplos en muchos otros poemas, como en Formas, al cual pertenecen estos versos: “En medio del maizal / una
serpiente / ha encontrado otra forma distinta de crecer”.
La cita que encabeza la segunda
parte, “Yo soy tú cuando soy yo”, del poeta alemán Paul Celan, nos llena de
incertidumbre. En la convulsa época en la que nos ha tocado vivir, la
individualidad posee un prurito difícil de erradicar, por eso llama más la
atención esta cita de Celan, poeta comprometido con la historia, en la que
parece abdicar de ese individualismo para hablar a una especie de yo colectivo
y solidario. Sin embargo, la postura ética que subyace en los poemas de Josep
M. no va encaminada hacia ese aspecto histórico, sino hacia algo de mayor
calado metafísico. Son los distintos yos que habitan en cada yo los que se
cuestionan. “Cruzo una habitación y soy otra persona” es el primer verso del
poema titulado Enseñanza y, después
de leerlo nos invade una sensación de desasosiego que tiene que ver más con el
misterio de cualquier existencia que con un temor real, porque debemos
preguntarnos qué otra persona podemos ser cuando algo altera nuestra manera de
percibir la realidad. Él mismo se lo pregunta en el verso inicial del poema Incertidumbre: “¿Hasta dónde nos cambian
las certezas?”, aunque el poeta se transforma en otro, no de un modo siniestro,
como antes especulaba, sino gracias al amor que provoca una hermosa
efervescencia emocional en la que todo queda en suspenso, como si nunca pudiera
consumarse, y esa indecisión es la que alimenta el deseo de vivir, por eso el
poeta escribe: “agradezco al amor su incertidumbre”. Un amor que le enajena,
como no podía ser de otra forma cuando es verdadero, que le trasmite la extraña
“sensación de no ser yo, / de poder no ser yo por un instante”.
Consecuencia, tal vez, del
desdoblamiento emocional que provoca la dicotomía entre el amor y su pérdida,
nacen los poemas de la sección tercera, la cual comienza con un poema de título
significativo, Interior, en el que el
autor reflexiona sobre las consecuencias de su turbación. El poeta se
desconoce, hasta el punto de preguntarse “¿Desde cuándo he dejado de importarme?”.
En Yo, o mi idea de yo, expone aún
con más crudeza su perplejidad. Cómo soy, cómo pienso que soy, o cómo mi
pensamiento piensa que soy, parece preguntarse y preguntarnos el poeta porque,
como escribe Orlando González Esteva: “Nada hay más lejos de uno mismo que
quien uno supone ser”. Por otra parte, también abunda en la misma idea Mark
Strand cuando escribe: “No hay manera de dispersar la niebla en la que vivimos,
no hay manera de saber que hemos aguantado un poco más”. Creo que Josep M.
estará de acuerdo con este “no saber” al que alude Strand, porque esta
“ignorancia” alimenta su poética desde el inicio hasta el fin del libro. Acaso
ese desconocimiento de sí mismo, esa crisis de identidad provenga de otra
crisis emocional que se anuncia en poemas como el titulado Sala de espera, en el que sin caer en un sentimentalismo vacuo, más
bien todo lo contrario, Josep M., en un magistral empleo de la elipsis, nos
describe el primer paso de un internamiento hospitalario. Cualquiera que lo
haya sufrido en sus carnes, o en la de personas cercanas, sabe lo que ocurrirá
después. Auscultaciones, pruebas, medicamentos, enfermeras, médicos, auxiliares.
Un continuo ajetreo para posponer lo inevitable. Por eso no puede extrañarnos
que en medio de ese trajín, al poeta la memoria le traslade hacia un instante
feliz, la Primera visita al zoo, con
su madre. El poema Morgue,
perteneciente a la última sección del libro, supone llegar a la antesala del
destino tristemente previsto, el lugar aséptico donde el cuerpo es sólo un objeto
de estudio, algo sin alma, sin historia, sin sentimientos, por más que nos
duela su ausencia. No asistimos a cremación o enterramiento alguno, pero en la
mente de cualquier lector se sucederán imágenes repetidas que el poeta,
hábilmente, nos hurta. Es mejor así. Cada cual puede sustituir por rostros
conocidos esa máscara.
Una poesía tan depurada como la
de Josep M. Rodríguez no necesita de pormenorizadas descripciones de los
hechos. Pretende justamente lo contrario, dejar que el lector construya su propia
historia íntima con los retazos que pueda aprovechar de la historia del poeta.
En eso consiste la poesía, en transformar una experiencia cotidiana en una
experiencia universal y verosímil. El poema tiene que traspasar la frontera
entre el autor y el lector, debe suprimir el yo, para hacerse un tú, un él, un
nosotros. Creo que ese era uno de los objetivos de Josep M. Rodríguez al
escribir este libro, y según mi parecer, lo ha conseguido magistralmente.