martes, 19 de julio de 2011

Luis García Montero

Luces de carretera

Lo primero que suele llamar la atención cuando uno descubre los poemas de Luis García Montero es la claridad que irradian. Esa forma tan directa y aparentemente sencilla de decir que “un hijo es el segundo país donde nacemos” o, también, que “vivir es ir doblando las banderas”. Es curioso, pero siempre que vuelvo sobre este último verso no puedo evitar acordarme del anciano y descreído Louis Aragon, quien después de sobrevivir al dadaísmo, a la Revolución Rusa de 1917, a Breton, a Stalin…, y una vez regresado ya de todos sus sueños, escribe: “A quién dejar mi herencia, un cianuro / de palabras caídas desde las utopías (...) Qué largo se hace morir durante toda una vida”.

Y de ahí, quizá, el subtítulo del volumen en el que se incluyen los citados versos: Les chambres. Poème du temps qui ne pas. Pero el tiempo sí pasa, incluso para Aragon, que cuenta setenta y dos años cuando el libro sale a la luz. Fue en 1969. Y aquél sería el último poemario que publicaría en vida, por lo que muchos lo consideran una especie de testamento literario: “A partir de un / cierto día vivir no es más que sobrevivir / Nunca más habrá otra cosa que este desorden llamado irrisoriamente memoria”.

Como en Les chambres, la poesía de Luis García Montero se ha venido caracterizando por un marcado componente autobiográfico ―recordemos, por ejemplo, “Irene mira por primera vez la lluvia” o “La realidad”―, una querencia que se ha acentuado en su libro más reciente, Vista cansada. Como escribe Don DeLillo al principio de una de sus mejores novelas, los poemas despojan la realidad hasta reducirla a algo que no siempre se está dispuesto a percibir. O, mejor, que uno tan sólo aprende y acepta con los años. Lo veíamos en Louis Aragon y lo vemos en García Montero: la poesía como ajuste de cuentas con la realidad. Sin medias tintas. Sirva de ejemplo el poema que el autor granadino dedica a su padre y que termina con un desolador y contundente “voy a decepcionarte también en mi vejez”.

En el otro extremo, poemas como “Aniversario (2004)” o “Maletas perdidas” nos muestran la cara amable de la vida. “Nunca estuvo en mi mano ser feliz. / Pero conozco la alegría”, se nos dice en un poema significativamente titulado “Compromiso”. Término, éste, del todo necesario para entender la poética de Luis García Montero: poesía comprometida con lo que nos rodea, pero, por encima de todo, poesía comprometida con uno mismo. Desde la dignidad. Desde el orgullo ―“Igual que estas palabras escritas con orgullo” sentencia el poema “Las huellas”.

Y hablando de huellas, no me resisto a citar los conocidísimos versos de Lope de Vega: “Cuando me paro a contemplar mi estado / y a ver los pasos por donde he venido”. Porque eso es, precisamente, Vista cansada. La obra de alguien que ha hecho un alto en el camino para ver dónde está y por dónde ha venido: su propio nacimiento (“1958”); sus padres (“Madre”, “Coronel García”), su infancia ―no en vano, “Infancia” es el título de una de las secciones―; sus años de estudiante (“Idioma”, “Asientos reservados”); sus “Primeros versos” y su “Primer amor”; sus amigos (“Defensa de la amistad”) o “Los hijos”: “Elisa, Irene, Mauro, / cada cual con su puerto y con su lluvia”.

Lo que no quiere decir que sus poemas se reduzcan a la mera autobiografía. “Se puede despojar de realidad una historia por querer hacerla demasiado veraz”, sentenció Oscar Wilde en La decadencia de la mentira. Frente a una literatura demasiado consciente de la realidad, Wilde propone el concepto de verosimilitud. Que es exactamente lo mismo que expusieron tanto Diderot, en La paradoja del comediante, como Luis García Montero en un artículo titulado “La poesía sigue siendo útil”: “No hay otra verdad en poesía que la verosimilitud”.

Una verosimilitud que se fundamenta en el conocimiento de la tradición y de los recursos técnicos. Ahora bien, para Luis García Montero dichos recursos son como el andamiaje de un edificio: sólo se necesitan durante su construcción. Y es precisamente ese no querer recrearse en saberes y costuras poéticas lo que estrecha la distancia entre lector y poeta, toda vez que acentúa la sensación de confidencia, de intimidad ―La intimidad de la serpiente era el título de su anterir libro―. Como si de repente alguien pusiera en nuestras manos un álbum fotográfico de su vida: “Hoy sé lo que pasó, / cómo se han comportado / los amores, los cuerpos, / el trabajo y la muerte”. Una idea sobre la que parece reincidir el poema “Dudas”: “Vas a ser un perdido. / No me importa. / Me parece más triste / no saber dónde estoy”. 

No hay duda de que Luis García Montero sabe dónde está. En lo vital y en lo literario. Suele decirse que hay poetas de juventud y poetas de madurez, en función de su cima literaria o de cuándo publican sus mejores versos. Y eso es así por lo difícil que le resulta a cualquier autor mantener su nivel más alto. Afortunadamente, Luis García Montero ha demostrado con Vista cansada que es una de esas raras excepciones. Un autor cuyos poemas son como esas luces de carretera que nos alumbran cuando más las necesitamos. Sin importar en qué punto del camino nos encontremos. 


(en Juan Carlos Abril y Xelo Candel, eds.:
El romántico ilustrado, Renacimiento, Sevilla, 2009)

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