Inmersión
Raíz ha sido el título elegido por Josep Maria Rodríguez para su último libro de poemas. Teniendo en cuenta la calidad y el protagonismo adquirido por obras anteriores como Frío (2002) y, especialmente, La caja negra (2004), convertidas en referencia dentro del horizonte de la lírica última, hay que suponer las expectativas que esta nueva entrega del autor despierta. Entre ellas, la de consolidar una voz, y, casi en ese mismo sentido, la de percibir con cierta nitidez los caminos, o algunos de los caminos, que poco a poco van trazando en el mapa literario los poetas jóvenes con mayor talento.
Raíz ha sido el título elegido por Josep Maria Rodríguez para su último libro de poemas. Teniendo en cuenta la calidad y el protagonismo adquirido por obras anteriores como Frío (2002) y, especialmente, La caja negra (2004), convertidas en referencia dentro del horizonte de la lírica última, hay que suponer las expectativas que esta nueva entrega del autor despierta. Entre ellas, la de consolidar una voz, y, casi en ese mismo sentido, la de percibir con cierta nitidez los caminos, o algunos de los caminos, que poco a poco van trazando en el mapa literario los poetas jóvenes con mayor talento.
¿Se trata entonces de consolidar, de fijar, de precisar? Los resultados, la recepción crítica y lectora, resultan independientes de las motivaciones internas de los poemas. Si este libro acaba echando raíces en la poesía española de su tiempo es cosa que ya se verá, aunque parece muy probable.
Yo creo que Raíz debe entenderse, sobre todo, como búsqueda de ese principio o mecanismo interior que es el lugar desde donde escriben los verdaderos poetas, según apuntara Coleridge. Adviértase, no obstante, que el autor inglés hizo estas y otras apreciaciones en las páginas de su Biographia literaria justo en los albores del romanticismo; pero ahora que la gran modernidad parece a punto de cerrar sus puertas los términos suenan muy distintos. Todo interior resulta, hoy por hoy, mucho más escurridizo. Lo cierto es que no estamos seguros de que las profundidades conserven realmente algo, de que la inmersión pueda resultar todavía satisfactoria. Zygmunt Bauman ha acuñado el término de Modernidad líquida para aludir a ese ejercicio cotidiano de la fugacidad que es nuestra realidad presente, donde todo resulta móvil, fluctuante, desechable, sin objetivos que fijar ni metas que establecer. En el mundo líquido-moderno el tiempo fluye pero ya no discurre, no se encamina; el cambio es constante pero no hay conclusión.
Todo interior resulta escurridizo. Lo profundo es esquivo, igual que lo fugaz. He aquí la pastilla de jabón con la que el crítico puede resbalar al entrar plácidamente en el libro. Fijémonos, si no, en el poema «Ducha» (un ejemplo que no considero insustancial del todo). Dudamos al juzgar la siguiente escena un diálogo amoroso de desamor o, por el contrario, el monólogo ante el espejo de un yo desdoblado y posmoderno: «Abres el grifo / y esperas a que el agua se caliente. / Nos desnudamos juntos. / Igual que el barrendero / sabe la suciedad de las ciudades, / te conozco: / Sé de tu rabia y tu fragilidad. / También de tu soberbia / o del temor a lo que no controlas. / Aprendí de tus dudas, / me despertó tu miedo. / Mas nada de eso importa, / pues sólo así se llega a conocerte».
¿Nos quedamos, por tanto, con la versión de una sentimentalidad inquieta, llena de matices y desequilibrios, como en muchos otros momentos del libro? («Despertar», «Silencio», «Fin», «Variación Pagliarani», «Pequeña digresión»), ¿o conviene concentrarse finalmente en una higiénica exploración de lo subjetivo? En ambos casos nos situamos en terrenos explorados con dinamismo e intensidad lírica por los autores más recientes. Acostumbrados al «Yo no soy yo. Soy éste / que va a mi lado sin yo verlo», de Juan Ramón Jiménez, donde, pese a la contradicción aparente, todo transcurre sin sobresaltos; acostumbrados a no dudar nunca de la esencialidad de un sujeto sin cuya conciencia se viene abajo el firmamento, nuestros días experimentan una identidad provisional, siempre en construcción-deconstrucción y, por tanto, inacabada, colapsada por obras, incómoda, con su consiguiente querella de excesos y salidas de tono.
Por eso valoro la poesía de Josep Maria Rodríguez. Alguien que ha hecho de la brevedad, mejor dicho de la condensación, inconfundible marca de estilo propio, y que ha convertido la desnudez (todo aquello que no significa relleno ni transiciones) en precisión, esto es, en sugerencia. Valoro su capacidad para conducirnos precisamente hacia lo que ha quedado sin decir. Y bien, ¿qué?, ¿eso que presupone la profundidad? No estoy seguro, pero para llegar allí el poeta sabe dejar la puerta abierta, alguna luz encendida. A menudo, detrás de un verso o suspendida de una imagen, aparece la invitación que podemos o no seguir, el botón que hay que pulsar. Trataré de poner un ejemplo, que ahora sí considero esencial: en uno de los poemas iniciales del libro observamos que una lata de Coca-Cola abandonada entre los árboles se ha transformado en rojo corazón del bosque, el corazón a través del cual palpita, por un momento, la realidad entera, o al menos toda la realidad que nos concede ese instante del poema. ¿Qué significa esto? No lo sabemos, porque, como advierte el poeta, «la realidad se escapa a la mirada», aunque nos esforcemos «siempre está incompleta». Intuyendo eso hemos pulsado el botón. De eso se trata en poesía.
Me interesa la escritura de Josep Maria Rodríguez porque poéticamente plantea estrategias donde la subjetividad sea un punto de llegada a la vez que un punto de partida. «¿De quién más puedo hablar cuando estoy solo?» nos dice en la primera página de Raíz; y en la poética incluida en Deshabitados (2008), la antología de poesía joven realizada por Juan Carlos Abril, se copia a sí mismo el argumento desde el patio de butacas: «La poesía que me interesa habla de mí. La leo en Rilke, Pound, Vinyoli y en el resto de autores con los que me identifico». Por tanto, leer poesía o escribir poesía (el resultado suele ser indistinto) es una manera de estar solo, un camino hacia adentro. Lo dije al principio: Raíz nos habla de la necesidad de profundizar, ya que esa es la condición de lo poético y la exigencia del sujeto que allí se expresa. Pero se refiere también a las dificultades de ese camino cuando se ha decidido no caer en trascendentalismos ingenuos. Así que valen dudas e interrogantes como moneda corriente, en efectivo, pero no se aceptan metafísicas a crédito. Si aquí y allá, entre las páginas del libro, tropezamos de cuando en cuando con retazos del enigma («No acierto a ver qué oculta», «A veces me pregunto qué hay detrás»), la formulación exacta de la pregunta la encontraremos en un poema que ahora sí estamos legitimados para considerar un «Autorretrato», puesto que así lo titula su autor: «Me pregunto qué hay en su interior / y la pregunta también me incluye a mí». Insisto en que esa es la manera más exacta de formularla, porque cualquier indagación sobre la realidad incluye al propio yo poético, como en aquel fantástico apunte lírico del Juan Ramón de Piedra y cielo: «Lo que yo te veo, cielo, / eso es el misterio; / lo que está de tu otro lado, / soy yo aquí, soñando». Como ya suponemos, la poesía de hoy no puede soñar ese sueño con igual nitidez, por lo que entiendo que la imagen del puente tendida por el poeta en «Autorretrato» («Suelo venir aquí en los días de niebla / para ver cómo el puente no alcanza la otra orilla») implica de algún modo una aceptación de los propios límites. Eso no excluye el estupor o el desencanto. ¿Adónde debiera conducirnos ese puente?, ¿acaso hacia esa «otra parte» de la vida», a la que se alude en algún momento? ¿Es que no sabremos llegar nunca hasta el fondo, ni siquiera hasta el fondo de nosotros mismos?
De una imagen a otra: también la cubierta del libro sugiere la contrariedad al mostrarnos la estampa de un desierto. La misma presencia que puede interpretarse como síntoma de una apuesta solitaria, de aventura de lo absoluto, sirve para recordarnos la esterilidad, la imposibilidad de echar raíces. Añadiría que la metáfora cambiante de su arena evoca una realidad inestable, en continua erosión, en perpetua mutabilidad: «A cada instante, una realidad. / A cada realidad su equivalencia»; esto es: un modo distinto, el mismo, de enunciar el tema central de este libro: la inquietud por discernir un centro de gravedad, por intuirlo vitalmente desde la poesía.
La pregunta es, por tanto, cómo o, si se quiere, dónde. ¿En el pensamiento?: «Pensamiento y mirada se interceptan. / Dibujan una flecha que apunta a lo que huye»; o lo que es lo mismo: son «raíz de un tallo que no existe». Sigamos buscando. ¿En la memoria, entonces?: «Soy demasiado joven / para que se me exijan los recuerdos», nos dice el sujeto poético, que añade además: «Por eso me he negado a la elegía». ¿Qué conclusión podemos sacar? Se niega la insulsa repetición («el eco de lo que ya hemos sido»), se niega lo que antes llamé relleno, rutina, hábitos, imagen congelada de la vida. Tampoco se contemplan las cenizas del desamor, lo que hace daño («Canción del mal presente»). Existencia erosionada. No es ahí donde quiere anclar el poema.
Quiere hacerlo, paradójicamente, desde el instante, desde la sensación. Quizás no hemos sabido darnos cuenta, pero nos lo viene anunciando desde poemas como «Amanecer», «Erosión», «Pequeña digresión», «También», «Las nubes», «Indecisión», «Necesidad»… Veamos: «Este día que empieza es lo que soy. / En el fondo, / en qué se diferencian las semillas: / Siempre es cuestión de fe». A lo que podría añadirse: da igual raíz que semilla. Continuemos: «Sólo tengo interés por el instante. / El resto es erosión o me erosiona». Una más: «Mundo de sensaciones: / vuelvo a encerrarme en mí… / Mundo de sensaciones… / Somos raíz hundiéndose en la tierra». Ha dicho Bauman que el hombre actual es un coleccionista de sensaciones, y que lo duradero y lo repetitivo agrada menos aún que el cambio y lo perecedero. Nos aterra la idea de que el tiempo se quede parado por mucho tiempo. La eternidad parece haber perdido mucho de su antiguo encanto y atractivo.
Pero no saquemos conclusiones apresuradas. Frente al vértigo de lo múltiple y lo simultáneo, frente a una realidad y una identidad que no saben estarse quietas («Somos como los radios de una rueda… / La realidad se mueve gracias a nosotros»), en pleno tráfico denso de superficies, el instante atesora también su particular unidad de medida, y ésta no es otra que la mirada, la contemplación. Los ejemplos podrían ser numerosos. Bastarán los más significativos: «Todo nace de la contemplación, / incluso la memoria»; «No hay que bajar los ojos: / Estar atento a lo que me rodea / como una forma de conocimiento»; «Estoy alerta. / La mirada me explica cuanto soy».
No hay que bajar los ojos, estar alerta. Tampoco dejarse confundir por las superficies. En el texto que cierra el libro y que debemos definir como poética, «La charca», se nos advierte que un poema «no es más que la corteza de lo que está pasando». Como se aprecia, otra tentativa de inmersión. Quizás como la que encontramos en estas palabras de Deshabitados: «Todo poema tiene más de cuadro que de fotografía. Más de interpretación que de representación. Las cosas que nos rodean esconden pistas de lo que oculta o guarda una realidad más amplia. La mirada nos muestra sólo un fragmento. Y es función de la poesía enseñarnos a trascender esa realidad». Si los poemas de Josep Maria Rodríguez comunican como un cuadro es porque no dicen de una vez, sino en diferentes tiempos, mediante la percepción sucesivamente incrementada de matices, añadiendo significados que complementan, y a veces corrigen, nuestra percepción inicial, resultado de una lectura o una contemplación acumulativa.
Como la mejor poesía de su tiempo, la poesía de Josep Maria Rodríguez quiere perseguir su centro, su profundización, tratando con una realidad inabarcable en su promiscuidad y multiplicidad. Ahí radican el verdadero reto literario y las contradicciones. Algunas voces jóvenes, entre ellas la del autor catalán, han sabido esgrimir como respuesta una poética de la imagen, la aventura multiplicadora de la analogía y el símbolo. Lo leemos en Raíz: «A cada realidad su equivalencia», o en las páginas de Deshabitados: «La imagen se me antoja una herramienta imprescindible. Hasta el punto de considerarla el corazón de mis poemas. Mucho más que la metáfora, especialmente las metáforas irracionalistas, que desde siempre me han parecido más arbitrarias y, me atrevería a decir, tramposas. La imagen, en cambio, me parece un recurso más preciso». A Paul de Man le divertía comentar la curiosa duplicidad que el término correspondencia, tal y como lo entendemos desde Baudelaire, mantenía con los servicios ofrecidos a los pasajeros de cualquier compañía de transporte suburbano del mundo. Igual que el precio de un solo billete de metro nos da derecho a transbordar de una línea a otra, ampliando así nuestro viaje, la analogía nos permite buscar conexiones entre puntos alejados de la realidad, sin movernos de una palabra. Abarcar lo real infinito desde el transporte de los sentidos.
Si la poesía quiere hoy decir algo debe aprender a decirlo. Si quiere encontrar su melodía debe ensayar otra sintaxis, una que le permita rescatar la imagen poética de todas esas imágenes que duplican y secuestran la realidad. Cada tiempo literario necesita un ajuste más fino, sintonizar de nuevo. De alguna manera aludía a todo esto cuando antes mencioné ese rasgo de conducta o patología literaria que responde al estilo. El de Josep Maria Rodríguez, como ya se ha dicho, es un estilo de depuración y concentración, de técnica que deja atrás la técnica, el oficio en lo que tiene de oficio, y sabe que no hay que permitirse espacios neutros, zonas intermedias entre aquello que resulta definición esencial de un mundo poético, aportación propia.
Entre las aportaciones del artista contemporáneo hay que contar siempre con la particularidad de sus tradiciones, con todo aquello que supone reivindicación, redescubrimiento, reinvención. Es esta una de las paradojas heredadas de la poesía moderna. En el caso del autor de Raíz, su familiaridad con la lírica japonesa del haiku adquiere cierta trascendencia dentro de la poesía española última, debido a una actualidad en parte contagiada por él. Ahí están su antología, Alfileres (2004), y un esclarecedor ensayo sobre el origen y aclimatación de esta estrofa japonesa en nuestra lengua, Hana o la flor del cerezo (2007), alimentando su presencia recurrente: sus versiones y diversiones, que diría Octavio Paz. Pero lo decisivo a la hora de explicar los poemas de Josep Maria Rodríguez en clave de su afinidad con lo oriental, es esa apuesta por la sencillez, por la brevedad de la que desborda intuición o sentimiento. Aunque yo lo achacaría al propio metabolismo de esta poesía, que al igual que la de algunos maestros (Issa, Moritake, pero también Rilke o Breton), sabe nutrirse de imágenes cuyo tallo visible germina hacia adentro. Trataré de situarme en dos escenarios que abundan en el mismo elemento plástico y que demuestran que las mejores lecciones aprendidas son las que se recitan después de olvidadas. En «Pequeña digresión» leemos: «El tigre es una jaula piel adentro»; y un poco más adelante, en «Veintisiete de abril»: «Los treinta y siete dulces horizontes / que la persiana deja sobre tu piel desnuda: / son un paso de cebra hacia la vida».
No sé si al lector de estas composiciones le resultará difícil discernir lo que pretendo argumentar. Así que yo mismo ensayaré otra imagen, una que sirva para explicar el funcionamiento poético de cualquier imagen: la de la piedra y el agua expandiéndose en círculos concéntricos. El dinamismo, la posibilidad de ir más allá, de ampliar progresivamente el radio de sugerencia, de asociación, de implicaciones emotivas o mentales. Una poética de ondas expansivas.
Pero seguro que hay algo más. Esa imagen es asimismo la de nuestra identidad, una identidad flexible, también en fluctuación, en movimiento, ensanchándose o replegándose en círculos concéntricos, como señalan los anillos de los árboles. Así nos la muestra el poeta en Raíz: «Vivir la vida en círculos crecientes / que nazcan y se extiendan desde mí».
Todo círculo tiene un centro ideal y matemático. Hace tiempo que rehuimos ese centro por inviable, así que tal vez sólo aspiremos a él a través la poesía. De la alta poesía, como la que nos brinda en este libro Josep Maria Rodríguez.
Publicada en El maquinista de la generación, núm. 17 (octubre de 2009), pp. 226-229.
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