Ninguna muerte
Las generaciones son como los nudos de los cordones de los zapatos, se hacen y se deshacen. Para Eliot, se trata de un proceso natural: al principio los poetas se agrupan en torno a unos postulados generales (ya se sabe, la unión hace la fuerza), pero llega un momento en el que los mejores autores van escindiéndose del grupo para adentrarse por sendas más personales y arriesgadas. Un caso evidente es el de Vicente Gallego. Tras publicar algunos de los mejores libros adscritos a la corriente figurativa de la generación de los 80, la comúnmente denominada “poesía de la experiencia”, en 2002 nos sorprendió con Santa deriva, un poemario que se caracterizaba (se ha dicho) por una estética más barroca. Si bien, la poesía de Vicente Gallego se ha mostrado desde siempre muy cercana a la del Siglo de Oro, especialmente en lo que concierne a los dos temas centrales en su obra: el paso del tiempo y el amor ―“Amor constante más allá de la prudencia” se titulaba uno de los poemas de Los ojos del extraño, en lo que era un significativo homenaje a Quevedo, referencia ineludible para todo aquel que se adentre en la poesía amorosa de Vicente Gallego.
Pero quedémonos en el primero de esos dos ejes: “las horas que limando están los días, / los días que royendo están los años”. Como en estos versos de Góngora, la conciencia del paso del tiempo está en Vicente Gallego ya desde el primer o segundo poema de La luz, de otra manera (dependiendo de la edición que se maneje). Un poema en el que su protagonista pasea por un viejo balneario abandonado, entre toallas rotas y cristales y condones resecos y restos del mobiliario: “huesos rotos de un tiempo / que aún el tiempo devora con su ferocidad de larva”. En el fondo, Vicente Gallego está actualizando el tópico de la rosa que tanto juego diera a Garcilaso, Herrera, Francisco de la Roja o los ya mencionados Góngora y Quevedo. El propio Vicente Gallego le dedica uno de los mejores, si no el mejor poema de Los ojos del extraño: “Alguien trajo una rosa / hace ya algunos días, y con ella / trajo también algo de luz, / yo la puse en un vaso y poco a poco / se ha apagado la luz y se apagó la rosa”.
Así, el motivo clásico del tempus fugit actúa como los cables del tendido eléctrico, conectando entre sí los distintos libros de Vicente Gallego: desde La luz, de otra manera, donde cada poema llevaba una fecha por título, acentuando aún más, si cabe, lo transitorio y caduco de nuestra existencia, hasta su obra más reciente, Si temierais morir. Pasando por poemas como “El arroyo”, “Una tarde cualquiera”, “El turista”, “Desvalido orgullo” o “Las tardes”: “Es un destino oscuro el de las tardes, / pero también hermoso / y breve como el paso de los hombres”.
Sin embargo, tras ese “agora sé que el mundo ya me huye”, que diría Boscán, comprendemos “que la vida iba en serio” (JGdB); especialmente tras la muerte del padre, cuya ausencia nos coloca en primera línea de fuego, sin intermediario que valga, conscientes de que “lo siguiente es lo nuestro”. Y así, con esa queja o lamento se abre Si temierais morir: “¿Qué diré que poseo si esta vida / nos echa la ganancia en saco roto? (…) Que se acabe el amor, que se desdiga, / podemos tolerarlo. / Pero cómo aceptar la mentira del cuerpo”. Un quebranto que continúa a lo largo de la primera parte del libro, en poemas como “¿Es que a nadie le extraña?”, “¿Quién?” o “Canción del que escucha”: “¡Si nos lo hubieran dicho / que estar vivos sería / un asunto tan serio; que abríamos de ir / tan lejos y por dónde; / que la sangre / al final / nos llegaba hasta el río!”. Según una antigua enseñanza budista, el pez no muere al morder el anzuelo, sino en el justo momento en el que abre la boca. Del mismo modo, tan sólo desde la aceptación de que nuestro nacimiento supone también nuestra propia muerte podemos trascender esa “mentira del cuerpo”.
Y es precisamente ese momento de iluminación, ese despertar a lo trascendente que los japoneses denominan “satori”, lo que se nos relata en el poema que inaugura la segunda y última parte del libro, titulada “Ahora” ―en clara y significativa oposición a la primera: “Antes”―. Se trata, sin duda, del poema más importante del libro, pues no sólo marca el pulso de toda la sección, sino que le da sentido al conjunto: “Ya veis que no consiste esta ganancia / más que en perderlo todo / un poco más temprano”. El pez se ha dado cuenta de que ha abierto la boca. “Esto era la muerte: / la más grande verdad, / la gran mentira; / verdad porque murió / ―y cómo lo lloré― / el que hubiera creído / escribir estos versos; / mentira porque sigue / tan vivo como siempre”.
“Estar en el mundo pero no pertenecer al mundo”, reza el sufismo. O, como escribiera Ángel González, “una resurrección, ninguna muerte”. Verso, éste, que Vicente Gallego ya utilizó en el segundo canto de “Las mujeres y las armas”, de su libro Los ojos del extraño. Y es que la poesía de Vicente Gallego siempre ha tenido cierto componente oriental ―léase el “El escriba” o “Nocturno con haikú”― y, a qué negarlo, místico. Porque místico era San Juan de la Cruz, pero también Emily Dickinson, algunos beatniks, el último Juan Ramón Jiménez, cierta poesía devocional india o poetas japoneses del haiku como Matsuo Bashō, capaz de hacernos partícipes de la iluminación gracias a una rana y a un viejo estanque.
Y es que se puede ir más allá de las apariencias sin dejar de preocuparnos por nuestra realidad más inmediata, como el frágil sueño del hijo o unas simples lágrimas. En este sentido, ya algunos poemas de La luz, de otra manera pueden calificarse de místicos, como aquel que termina: “El sol, las rocas, el sonido irreal de la marea / que me arrastra despacio hasta la cumbre, / hasta este instante en que la luz soy yo”. De hecho, la única diferencia entre este poema (“Octubre, 11”) y el que da título al poemario (“Si temierais morir”) es que el primero está escrito desde la inmanencia, mientras que el segundo lo está desde la trascendencia: “Sentado el sol / solté, / fui desasido (…) La rosa de la carne / se deshizo (…) Sentado al sol me supe (…) Si temierais morir, abrid los ojos”. Vicente Gallego ha abierto los ojos y ha despertado (“más allá de los modos”) a un estado de gracia o iluminación desde el que ha escrito un buen puñado de poemas, posiblemente los mejores que haya escrito hasta la fecha. Y eso ya es decir mucho.
Publicada en Azul, núm. 1 (marzo de 2008), pp. 99-100.
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