jueves, 14 de abril de 2011

"Raíz", reseña del poeta Juan Marqués

Un bote de refresco

Uno querría y busca para su poesía lo mismo que para su cotidianeidad y, por tanto, para su vida: poder instalarse en un estado ideal de serenidad fecunda, merecer trabajar tranquilo. Lo recomendaba Marco Aurelio: “Nunca te apresures; nunca te detengas”, y éste es también un buen consejo para los poetas. No se trata tanto de escribir como de rastrear y detectar poemas, y de hacerlo sin impaciencia pero sin pereza ni distracción.

Hay, sin embargo, quienes prefieren publicar a escribir, y quienes prefieren escribir a pensar, y entonces llenan cuadernos –que a menudo consiguen colocar en alguna editorial– sin haber esperado a tener algo especial que decir. Natural y afortunadamente, también habrá siempre, en el otro lado, quienes comprendan cuál es la labor del poeta, y opten por practicarla del modo que parece más sensato: casi cinco años ha tardado Josep M. Rodríguez (Súria –Barcelona–, 1976) en engendrar, escribir, corregir y ordenar los treinta y cuatro poemas que forman Raíz, el libro que acaba de ofrecer a los que andamos siempre hambrientos de buenos poemas verdaderos, y lejos de poetas cuya ansiedad por mostrarse inteligentes, ingeniosos, rupturistas o sorprendentes inhabilita prácticamente para la creación poética. Supone un gran consuelo contar con un poeta como Rodríguez en la “primera división” de lo que suele llamarse “poesía española joven” (aunque “poesía joven” es una redundancia), porque él es uno de los pocos que practica y defiende allí una poesía sencilla pero profunda, perfectamente inteligible pero trascendente, cotidiana pero no prosaica ni, desde luego, fácil (y si lo parece es que se ha leído superficialmente, pues estamos ante un poeta que, a diferencia de otros, no escribe acerca de la ropa, sino del tejido).  

Tras Las deudas del viajero (1998), Frío (2002) y La caja negra (2004), Raíz vuelve a ser una colección de versos rebosantes de sugerencias. Su autor tiene claro que en los poemas, como en los cuentos, lo más importante es lo que no se dice, lo que se insinúa, lo que subyace, sin que por ello tenga la tentación de jugar a las “adivinanzas”. No se trata de desafiar al lector con un infantil y abusivo “a ver si sabes de qué estoy hablando”, sino de expresar del modo más eficaz posible algo que seguramente reconocerá y compartirá quien se asome a estas páginas, porque Rodríguez habla de sí mismo para hablar de todos, y se celebra y se canta a sí mismo, como Whitman, para ponerse al servicio de todo lo que hay fuera de él, sabiéndose una pequeña parte de todo ello, pero una parte especialmente observadora y sensible, capaz de hablar en nombre de muchos que, en sus versos, nos sentimos comprendidos, representados, acompañados. No en vano, y de la mano de Rimbaud, tituló Yo es otro la antología de “autorretratos de la nueva poesía” que preparó en 2001.

Últimamente se habla mucho de “riesgo”, pero me da la sensación de que ese concepto está tan sobrevalorado como hace unos años lo estuvo el de originalidad, si es que ambos no son intercambiables y los hacen funcionar como sinónimos. Sea como sea, a los ingenuos que exigen saltos mortales en cada libro y aplauden cualquier experimento se les podría responder con la reflexión que hacía en el convulso 1917 el narrador de El paseo (aunque no convenga confundirla completamente con las opiniones de Robert Walser, su ácido creador): “en algunos lugares hay cazadores y degustadores de novedades, echados a perder por exceso de estímulo, ansiosos de sensaciones, hombres que ansían casi cada minuto goces no disfrutados aún. El poeta no escribe para tales gentes, como el músico no hace música para ellos y el pintor no pinta para ellos. En conjunto, la continua necesidad de goce y prueba de cosas siempre nuevas se me antoja un rasgo de pequeñez, falta de vida interior, alejamiento de la Naturaleza y mediana o defectuosa capacidad de comprensión” (Barcelona, Siruela, 1998, p. 76. Traducción de Carlos Fortea).

Estos últimos son reproches que nadie podría lanzar contra la poesía de Josep M. Rodríguez. Él sabe que todo poema es un ejercicio de lenguaje y un producto de la inteligencia, pero también que no debe conformarse con eso. Si un poema no contiene además emoción, si no surge plenamente de la vida, sólo será chatarra a la que el tiempo, el mejor y más tenaz crítico de poesía que existe, convertirá en lo que es: ocurrencias, chistes, fuegos artificiales tan vistosos como fugaces, versos sometidos a las modas o dócilmente escritos con el manual de instrucciones de la época..., y, así, nada más que triste “verdura de las eras”.

Rodríguez, en cambio, sabe encontrar y reconocer el hölderliniano “corazón del bosque” en “una lata roja, de refresco”, que alguien ha abandonado entre los árboles (“El corazón del bosque”: p. 10). Es la imagen más sublime de un libro en el que también se compara una ruptura amorosa con un chorro de alcohol sobre una herida, que primero escuece y luego alivia (“Fin”: p. 24), o en el que se adivina un “cuento de terror detrás de cada puerta” de un hospital (“Contradicción”: p. 16). También degustamos la “Versión segunda” de “Las nubes” un poema procedente de Frío, en el que el sol sigue siendo “un diente de oro” (p. 50), y volvemos a encontrarnos con eso tan característico del autor que es ofrecer “variaciones” agradecidas de sus poetas frecuentados: si en libros anteriores se reconstruían u homenajeaban versos o impresiones de Giuseppe Ungaretti o Joan Vinyoli, en éste hay una estupenda “Variación Pagliarani” (p. 26), aparte de los poemas que confiesan tener en cuenta a Junichirō Tanizaki, André Breton, Arakida Moritake o Rainer M. Rilke, siempre presentes en forma de paréntesis bajo el título, como en otros libros se aludía a Hugo Mujica, Georg Trakl, Antonio Gamoneda o Robert Lowell... Toda una reunión de amigos.

Ocioso sería referirse a la presencia oriental (y, muy en particular, japonesa) en la poesía de Rodríguez, porque es un elemento sencillamente constitutivo de la misma. A él debemos uno de los mejores ensayos sobre la recepción de la literatura japonesa en occidente que se han publicado entre nosotros (Hana o la flor del cerezo, 2007), y una reciente y soberbia traducción de los Poemas de madurez de Kobayashi Issa (2008), así como una significativa reunión de haikus de poetas españoles (Alfileres. El haiku en la poesía española última, 2004) y varios artículos y conferencias sobre el tema. Por lo demás, tal vez este catalán nunca ha sido tan nipón como en esta última colección suya de poemas, pues, si bien en Raíz no hay ningún haiku (estrofa de la que, a pesar de ser un experto –o, mejor, precisamente por ello–, jamás ha abusado), sí encontramos una “Estancia japonesa” (p. 25) que no puede ser más ortodoxa (y, por tanto, rica).

Es cierto que a veces puede resultar un tanto sentencioso, pero si lo que nos revelan esas afirmaciones rotundas es algo como que “Este día que empieza es lo que soy” (p. 9) o que “Todo nace de la contemplación, / incluso la memoria” (p. 50), entonces también salimos ganando. La de Josep M Rodríguez, en fin, es una poesía tan delicada como poderosa, admirable en su elegancia y en su contención. Un banquete que no empacha sino que deja ganas de más (aunque para saciarlas basta con volver a empezar el libro, que, como toda buena literatura, mejora en cada nueva visita). Una fuente antigua y siempre nueva donde descansar del estruendo y la velocidad del mundo. En medio de una sequía general que empieza a ser preocupante, esta Raíz se convierte en un bote de refresco. Y no creo que deje de latir, de palpitar muy cerca de la tierra.


                               Publicada en Cuadernos hispanoamericanos, núm. 709-710 (julio-agosto de 2009), pp. 190-193.

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