viernes, 29 de abril de 2011

Konstantinos Kavafis († 29 de abril de 1933)

El olvido

Encerradas en un invernadero,
bajo el cristal, las flores olvidan
que la luz del sol existe
y cómo temblaban bajo el rocío.

                       Trad. José María Álvarez
                       (K. K.: Poesías completas, Madrid, Hiperión, 1997, p. 294)

miércoles, 27 de abril de 2011

Veintisiete de abril

El sol es un coágulo de sangre
que me lleva a pensar en Ferrater:
Menstrúa el día,

y un semáforo en rojo nos impide pasar.
Esperamos.
La sangre tarda veintitrés segundos
en recorrer el cuerpo.
En algo más llegamos a tu casa.

Señalas un solar en construcción
y un camión que pasa a nuestro lado
no me ha dejado oír lo que decías.
Te sonrío.
                         
Me coges de la mano.

Él sabía que el pulso es una opción:
¿O acaso decidir la propia muerte
no es un acto de fe
                                               
en uno mismo?

No te preocupes.
Soy demasiado joven para huir.

Y hoy prefiero tu casa,
los treinta y siete dulces horizontes
que la persiana deja
                                               
sobre tu piel desnuda:

son un paso de cebra hacia la vida.

                                   (De Raíz, Madrid, Visor, 2008)

domingo, 24 de abril de 2011

Emilio Prados († 24 de abril de 1962)

Media noche

Duerme la calma en el puerto
bajo su colcha de laca,
mientras la luna en el cielo
clava sus anclas doradas. 

¡Corazón,
rema!

sábado, 23 de abril de 2011

William Wordsworth

Por fin en casa. Sant Jordi. Día del libro. Y de las firmas y dedicatorias. No han parado de repetirme que es el día de la muerte de Shakespeare y de Cervantes. ¿Y qué pasa con Wordsworth?

Así que he pensado que estaría bien colgar un fragmento de su “Intimations of Immortality from Recollections of early Childhood”. Pero he buscado por casa y no he encontrado ninguna versión que me acabara de convencer, de ahí que me haya permitido la herejía de traducir el segundo canto. Y lo he hecho en heptasílabos, respetando en parte la métrica. Pero, claro, la lengua inglesa tiene tendencia al monosílabo, algo que no sucede en nuestra lengua. Quiero decir, que el Shakespeare de King Lear escribe  “poor old heart” y esas tres sílabas, en español, se convierten en “pobre” + “viejo” + “corazón”. Pero bueno, como es únicamente un divertimento...

                             Va y viene el arcoiris.
                             Hay belleza en la rosa.
                             Y qué feliz la luna
                             en la amplitud del cielo.
                             La lluvia, por la noche,
                             es igualmente hermosa.
                             Como el sol, al nacer.
                             Mas, vaya donde vaya,
                             sé que ya todo es pérdida.

“Traduttore, traditore”. O como escribió Cervantes en el capítulo VI de su Quijote: “y lo mesmo harán todos aquellos que los libros en verso quisieren volver en otra lengua, que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento”. Así que mejor pongo los versos originales, de un poeta que murió el 23 de abril de 1850:

                             The Rainbow comes and goes,
                             And lovely is the Rose,
                             The Moon doth with delight
                             Look round her when the heavens are bare,
                             Waters on a starry night
                             Are beautiful and fair;
                             The sunshine is a glorious birth;
                             But yet I know, Where'er I go,
                             That there hath past away glory from the earth. 

jueves, 21 de abril de 2011

Fin

Primero vino el daño,
ahora,
          la gratitud.

Así nuestra ruptura:

Lo mismo que el alcohol
en un herida.

         (de Raíz, Madrid, Visor, 2008)

miércoles, 20 de abril de 2011

"Raíz", reseña del poeta Juan Manuel Romero

Lo oculto y lo visible

No es poeta aquel que no ha sentido la tentación de destruir o crear otro lenguaje”, escribió Octavio Paz. Esta tentación se ha convertido, en la poesía española última, en un claro proyecto ambicioso y necesario,  y para bien o para mal, el lenguaje de la poesía está cambiando, lo cual trae también consigo que determinados discursos literarios se vayan volviendo obsoletos, además de un cierto desconcierto crítico y lector. Pero sobre todo nos brinda una belleza nueva, otra intensidad. Una de la voces que viene protagonizando ese proyecto es la de Josep M. Rodríguez (Súria, Barcelona, 1976); su obra, sobre todo desde Frío (Pre-Textos, 2002) y La caja negra (Pre-Textos, 2004), encabeza una nueva manera de afrontar con acierto dilemas estéticos como la conciencia de lo real, las identidades del yo o la expresión de las emociones y los afectos. Con su nuevo poemario, Raíz (Visor, 2008), ganador del VII Premio Emilio Alarcos, Rodríguez desarrolla y termina de delimitar un rico territorio y un paisaje de enorme singularidad.

El juego de tensiones entre lo que crece hacia el interior y a la vez tiene la razón de ser en un exterior, lo que sirve para fijarnos a lo sólido y lo que busca lo abierto, el origen y las causas, todas esas posibilidades de sentido laten en “raíz”, la palabra que sirve de título al libro y que es ya de por sí una declaración de intenciones. Ir a la raíz es ir al fondo, librarse de los adornos para sentir una sabia entrando en la existencia, profundizar, entender que en lo oculto se nutre lo visible. No es ésta una metafísica dualista, como pudiera interpretarse, sino de superación de la dicotomía interior-exterior por un intento de percepción simultánea que sabe dar su peso a lo latente y a la profundidad (tal vez porque si no hay raíz todo es evanescencia, fantasmagoría) para llegar a aglutinar el conjunto de los elementos, un acercamiento intuitivo y sin certezas a una totalidad.

La poesía de Josep M. Rodríguez materializa todo esto poniéndose en pie sobre una triple base: misterio, búsqueda lingüística y comunicación. Cada poema indaga en una realidad oscura mediante un pensamiento tenso, rápido, fibroso; un pensamiento que muchas veces es sencillamente contemplación, mirada indagadora, creativa, de sentidos dilatados. De ahí proviene un conocimiento como percepción ensanchada, como iluminación. Por otro lado, el lenguaje se comprime hasta que nos enseña las cosas de otra manera, hasta que le confiere más vida a la vida, conectándola consigo misma. Conexiones que también, por supuesto, reinventan la realidad gracias a una gran plasticidad imaginativa, descubridora y a la vez verosímil. Por último, comunicación, sí, haciendo su propio camino en dirección opuesta a un cierto hermetismo vacío y a un vanguardismo de confeti. Porque para expresar una realidad contemporánea no es requisito la vuelta a la deshumanización. Todo lo contrario: qué mejor manera para poner de manifiesto la realidad múltiple, cambiante, inaprensible y autoconstruída de nuestro tiempo que expresarlo con una claridad  inteligente, es decir, compleja, lúcida y sin galimatías mentales. Una claridad que, aún partiendo de una sencillez, no tiene nada que ver con el anecdotario normalizado de la poesía experiencial sino con el poder del silencio, la elipsis, la paradoja y la apertura de un espacio importante a una capacidad de sugerencia que apela a la inteligencia del lector. Claridad como antónimo de embrollamiento pseudo-post-heideggeriano.

Raíz se abre con un poema que, en su delicadeza, sabe problematizar el tema de la identidad (“Este día que empieza es lo que soy”). Un yo cambiante (“Autorretrato”), inaprensible como la propia realidad, según veremos después (“La realidad se escapa a la mirada: / Aunque me esfuerce, / siempre está incompleta”). Un yo y una realidad difíciles de entender (“Todo es inaccesible”), pero que están ahí (“¿De quién más puedo hablar cuando estoy solo?)”. No se trata de cargar con el peso de una biografía pero sí de aprender a “Vivir la vida en círculos crecientes / que nazcan y se extiendan desde mí”. De ahí la conexión con la vivencia personal ante la enfermedad del padre (“Contradicción”, “Alquimia”), o en los poemas de amor que dan cauce a una ruptura, poemas en los que pivota buena parte del libro. En ellos es palpable esa humanidad antes comentada, y la emoción crece sin patetismo. De hecho, aunque en algunos poemas se perciba un cierta perspectiva pesimista (“Adonde miro siempre falta luz”), los textos de Raíz defienden una gran contención emocional (“También para el dolor existen límites”) e incluso un rechazo a la poesía que intimida al lector descaradamente, en un intento de trascendencia manida: “No todo me emociona: / El agua de la charca sólo es agua, el musgo, / sólo musgo, / y este poema / no es más que la corteza de lo que está pasando”. De nuevo la superficie, de nuevo el fondo.

Una de las fuentes principales de la que Josep M. Rodríguez extrae buena parte de lo que comentamos está en la poesía japonesa, de la que él mismo es estudioso, traductor y compilador (Hana o la flor del cerezo (Pre-Textos, 2007), Poemas de madurez de Kobayashi Issa (col. Cosmopoética, 2008), y Alfileres. El haiku en la poesía española última (Cuatro Estaciones, 2004)). En el haiku está implícito lo inasible y lo mutable de la realidad, y también los mundos posibles, las interpretaciones y el misterio. En Raíz se menciona a Junichiro Tanizaki, Masaoka Shiki y Teru Miyamoto, entre otros, y la contemplación, la audacia de recrear el mundo en cuatro trazos y el valor de la fugacidad laten en cada poema, llegándonos a decir que “Sólo tengo interés por el instante”. Por otro lado, autores como Trakl, Rilke o Ungaretti le confieren ese punto de vista analógico, de un pensamiento resuelto en símbolo: “Somos raíz hundiéndose en la tierra”. La crítica ha señalado menos el vínculo también fuerte de la estética de Rodríguez con la poesía de los Siglos de Oro, Lope de Vega, sobre todo, con autores hispanoamericanos o con cierta literatura catalana (Salvat-Papasseit, Vinyoli, Carlos Barral y Costafreda), e incluso con autores norteamericanos como Anne Sexton o Raymond Carver. A este último le une especialmente la sobriedad estética, una corriente narrativa, en Rodríguez muy minimizada y estilizada, y la importancia de la emoción, el derecho a la observación subjetiva, que huye, no obstante, de la conmiseración y el drama. La poesía de Rodríguez logra sintetizar todo eso y alzar su propia voz, una voz que queda absorbida por lo que se dice, integrada en una celosa autenticidad.

Unos versos que Rainer Maria Rilke escribió en El libro de las imágenes, “Ahí fuera está lo que vivo aquí dentro / y aquí y allá nada tiene fronteras”, definen en gran medida la poesía de Josep M. Rodríguez: mundo de dentro, con toda su riqueza emocional, y mundo exterior, expresado con una hermosa plasticidad sorpresiva (“El arroyo enfangado / fluye / pesadamente, / como una babosa”; “El sol es un faquir / que se ha tumbado / lento / sobre pinos de aguja”; “Escucharemos cómo / ola / a ola / tartamudea el mar, / como aprendiendo a pronunciar tu nombre”), ambos mundos abiertos entre sí, enlazados en una mirada indagadora (“La mirada me explica cuanto soy”; “en la mirada empiezan nuestros límites / y nuestra forma de entender el mundo”) que intercepta el pensamiento desde la misma sencillez de lo contemplado (una lata de refresco, un río, unas nubes) hasta las paradojas del yo y la conciencia de lo real. Por todo ello, y por el empuje de un lenguaje preciso, leve y contundente a un mismo tiempo, arriesgado y limpio, sutil y extremadamente sensitivo, es por lo que podemos ver desde ya en Raíz uno de los libros fundamentales de los últimos años.  

Publicada en Clarín, núm. 78 (enero-febrero de 2009).

martes, 19 de abril de 2011

Takahama Kyōshi

                                      Luna de estío.
                                      En la mesa, podrida,
                                      una manzana.

Trad. Josep M. Rodríguez, en “Luna japonesa”, El ciervo, núm. 708 (marzo de 2010).

domingo, 17 de abril de 2011

Compañeros de hoy

Si parafraseo el título de Alfonso Costafreda es para dedicar esta entrada a:

AnaT
Ernesto Frattarola
fernando nombela
Fran
Javier Sánchez Menéndez
Jose
memoriasdemonoambiente
t.aznar
Tío Ethan
Xavier Castan

Gracias a los diez. Los primeros diez.

Para vosotros –como no podía ser de otro modo tratándose de Compañeros de viaje–, un poema de Jaime Gil de Biedma que seguro conocéis, pero que nunca está de más recordar:

Amistad a lo largo

                                Pasan lentos los días
                                y muchas veces estuvimos solos.
                                Pero luego hay momentos felices
                                para dejarse ser en amistad.
                                                                          Mirad:
                                somos nosotros.

                                Un destino condujo diestramente
                                las horas, y brotó la compañía.
                                Llegaban noches. Al amor de ellas
                                nosotros encendíamos palabras,
                                las palabras que luego abandonamos
                                para subir a más:
                                empezamos a ser los compañeros
                                que se conocen
                                por encima de la voz o de la seña.
 

                                Ahora sí. Pueden alzarse
                                las gentiles palabras
                                –ésas que ya no dicen cosas,
                                flotar ligeramente sobre el aire;
                                porque estamos nosotros enzarzados
                                en mundo, sarmentosos
                                de historia acumulada,
                                y está la compañía que formamos plena,
                                frondosa de presencias.
                                Detrás de cada uno
                                vela su casa, el campo, la distancia.

                                Pero callad.
                                Quiero deciros algo.
                                Sólo quiero deciros que estamos todos juntos.
                                A veces, al hablar, alguno olvida
                                su brazo sobre el mío,
                                y yo aunque esté callado doy las gracias,
                                porque hay paz en los cuerpos y en nosotros.
                                Quiero deciros cómo trajimos
                                nuestras vidas aquí, para contarlas.
                                Largamente, los unos con los otros
                                en el rincón hablamos, tantos meses!
                                que nos sabemos bien, y en el recuerdo
                                el júbilo es igual a la tristeza.
                                Para nosotros el dolor es tierno.

                                Ay el tiempo! Ya todo se comprende.

viernes, 15 de abril de 2011

"Mapa de ruta", de José Luis Morante

Una certeza nubla la memoria:
excluyeron los mapas un país de regreso.

Si los mapas excluyen un país de regreso para los “Nómadas”, veinte años de escritura le han servido a José Luis Morante para confeccionar un Mapa de ruta, un itinerario poético cuyo punto de partida es Rotonda con estatuas, un libro publicado en 1990 y cuyo título también hace referencia al viaje: a ese viaje que a lo largo de siete libros le ha llevado a recorrer obsesiones, sueños incumplidos y demás peajes vitales, junto a áreas de servicio, cruces del afecto y las dosis adecuadas de ironía y lecturas ―como en el homenaje a José María Fonollosa, “Resaca”, y su contundente verso inicial: “Soy un tedio vulgar lleno de libros”.

En el antiguo Japón era habitual la figura del escritor errante, que dejaba constancia de su viaje en una especie de diario, salpicado de anécdotas, impresiones y haikus. El más conocido en Occidente quizá sea Oku no Hosomichi, de Matsuo Bashō. Eso es también este libro: una especie de álbum fotográfico en verso. Un lugar donde resguardarse de la desmemoria y el frío. Como una hoguera en medio de la nieve.

    Fragmento final de mi prólogo a la antología de José Luis Morante, Mapa de ruta (Granada, Maillot Amarillo, 2010).


jueves, 14 de abril de 2011

"Raíz", reseña del poeta Juan Marqués

Un bote de refresco

Uno querría y busca para su poesía lo mismo que para su cotidianeidad y, por tanto, para su vida: poder instalarse en un estado ideal de serenidad fecunda, merecer trabajar tranquilo. Lo recomendaba Marco Aurelio: “Nunca te apresures; nunca te detengas”, y éste es también un buen consejo para los poetas. No se trata tanto de escribir como de rastrear y detectar poemas, y de hacerlo sin impaciencia pero sin pereza ni distracción.

Hay, sin embargo, quienes prefieren publicar a escribir, y quienes prefieren escribir a pensar, y entonces llenan cuadernos –que a menudo consiguen colocar en alguna editorial– sin haber esperado a tener algo especial que decir. Natural y afortunadamente, también habrá siempre, en el otro lado, quienes comprendan cuál es la labor del poeta, y opten por practicarla del modo que parece más sensato: casi cinco años ha tardado Josep M. Rodríguez (Súria –Barcelona–, 1976) en engendrar, escribir, corregir y ordenar los treinta y cuatro poemas que forman Raíz, el libro que acaba de ofrecer a los que andamos siempre hambrientos de buenos poemas verdaderos, y lejos de poetas cuya ansiedad por mostrarse inteligentes, ingeniosos, rupturistas o sorprendentes inhabilita prácticamente para la creación poética. Supone un gran consuelo contar con un poeta como Rodríguez en la “primera división” de lo que suele llamarse “poesía española joven” (aunque “poesía joven” es una redundancia), porque él es uno de los pocos que practica y defiende allí una poesía sencilla pero profunda, perfectamente inteligible pero trascendente, cotidiana pero no prosaica ni, desde luego, fácil (y si lo parece es que se ha leído superficialmente, pues estamos ante un poeta que, a diferencia de otros, no escribe acerca de la ropa, sino del tejido).  

Tras Las deudas del viajero (1998), Frío (2002) y La caja negra (2004), Raíz vuelve a ser una colección de versos rebosantes de sugerencias. Su autor tiene claro que en los poemas, como en los cuentos, lo más importante es lo que no se dice, lo que se insinúa, lo que subyace, sin que por ello tenga la tentación de jugar a las “adivinanzas”. No se trata de desafiar al lector con un infantil y abusivo “a ver si sabes de qué estoy hablando”, sino de expresar del modo más eficaz posible algo que seguramente reconocerá y compartirá quien se asome a estas páginas, porque Rodríguez habla de sí mismo para hablar de todos, y se celebra y se canta a sí mismo, como Whitman, para ponerse al servicio de todo lo que hay fuera de él, sabiéndose una pequeña parte de todo ello, pero una parte especialmente observadora y sensible, capaz de hablar en nombre de muchos que, en sus versos, nos sentimos comprendidos, representados, acompañados. No en vano, y de la mano de Rimbaud, tituló Yo es otro la antología de “autorretratos de la nueva poesía” que preparó en 2001.

Últimamente se habla mucho de “riesgo”, pero me da la sensación de que ese concepto está tan sobrevalorado como hace unos años lo estuvo el de originalidad, si es que ambos no son intercambiables y los hacen funcionar como sinónimos. Sea como sea, a los ingenuos que exigen saltos mortales en cada libro y aplauden cualquier experimento se les podría responder con la reflexión que hacía en el convulso 1917 el narrador de El paseo (aunque no convenga confundirla completamente con las opiniones de Robert Walser, su ácido creador): “en algunos lugares hay cazadores y degustadores de novedades, echados a perder por exceso de estímulo, ansiosos de sensaciones, hombres que ansían casi cada minuto goces no disfrutados aún. El poeta no escribe para tales gentes, como el músico no hace música para ellos y el pintor no pinta para ellos. En conjunto, la continua necesidad de goce y prueba de cosas siempre nuevas se me antoja un rasgo de pequeñez, falta de vida interior, alejamiento de la Naturaleza y mediana o defectuosa capacidad de comprensión” (Barcelona, Siruela, 1998, p. 76. Traducción de Carlos Fortea).

Estos últimos son reproches que nadie podría lanzar contra la poesía de Josep M. Rodríguez. Él sabe que todo poema es un ejercicio de lenguaje y un producto de la inteligencia, pero también que no debe conformarse con eso. Si un poema no contiene además emoción, si no surge plenamente de la vida, sólo será chatarra a la que el tiempo, el mejor y más tenaz crítico de poesía que existe, convertirá en lo que es: ocurrencias, chistes, fuegos artificiales tan vistosos como fugaces, versos sometidos a las modas o dócilmente escritos con el manual de instrucciones de la época..., y, así, nada más que triste “verdura de las eras”.

Rodríguez, en cambio, sabe encontrar y reconocer el hölderliniano “corazón del bosque” en “una lata roja, de refresco”, que alguien ha abandonado entre los árboles (“El corazón del bosque”: p. 10). Es la imagen más sublime de un libro en el que también se compara una ruptura amorosa con un chorro de alcohol sobre una herida, que primero escuece y luego alivia (“Fin”: p. 24), o en el que se adivina un “cuento de terror detrás de cada puerta” de un hospital (“Contradicción”: p. 16). También degustamos la “Versión segunda” de “Las nubes” un poema procedente de Frío, en el que el sol sigue siendo “un diente de oro” (p. 50), y volvemos a encontrarnos con eso tan característico del autor que es ofrecer “variaciones” agradecidas de sus poetas frecuentados: si en libros anteriores se reconstruían u homenajeaban versos o impresiones de Giuseppe Ungaretti o Joan Vinyoli, en éste hay una estupenda “Variación Pagliarani” (p. 26), aparte de los poemas que confiesan tener en cuenta a Junichirō Tanizaki, André Breton, Arakida Moritake o Rainer M. Rilke, siempre presentes en forma de paréntesis bajo el título, como en otros libros se aludía a Hugo Mujica, Georg Trakl, Antonio Gamoneda o Robert Lowell... Toda una reunión de amigos.

Ocioso sería referirse a la presencia oriental (y, muy en particular, japonesa) en la poesía de Rodríguez, porque es un elemento sencillamente constitutivo de la misma. A él debemos uno de los mejores ensayos sobre la recepción de la literatura japonesa en occidente que se han publicado entre nosotros (Hana o la flor del cerezo, 2007), y una reciente y soberbia traducción de los Poemas de madurez de Kobayashi Issa (2008), así como una significativa reunión de haikus de poetas españoles (Alfileres. El haiku en la poesía española última, 2004) y varios artículos y conferencias sobre el tema. Por lo demás, tal vez este catalán nunca ha sido tan nipón como en esta última colección suya de poemas, pues, si bien en Raíz no hay ningún haiku (estrofa de la que, a pesar de ser un experto –o, mejor, precisamente por ello–, jamás ha abusado), sí encontramos una “Estancia japonesa” (p. 25) que no puede ser más ortodoxa (y, por tanto, rica).

Es cierto que a veces puede resultar un tanto sentencioso, pero si lo que nos revelan esas afirmaciones rotundas es algo como que “Este día que empieza es lo que soy” (p. 9) o que “Todo nace de la contemplación, / incluso la memoria” (p. 50), entonces también salimos ganando. La de Josep M Rodríguez, en fin, es una poesía tan delicada como poderosa, admirable en su elegancia y en su contención. Un banquete que no empacha sino que deja ganas de más (aunque para saciarlas basta con volver a empezar el libro, que, como toda buena literatura, mejora en cada nueva visita). Una fuente antigua y siempre nueva donde descansar del estruendo y la velocidad del mundo. En medio de una sequía general que empieza a ser preocupante, esta Raíz se convierte en un bote de refresco. Y no creo que deje de latir, de palpitar muy cerca de la tierra.


                               Publicada en Cuadernos hispanoamericanos, núm. 709-710 (julio-agosto de 2009), pp. 190-193.

miércoles, 13 de abril de 2011

"Poemas de madurez", de Kobayashi Issa

Brilla un relámpago.
El perro mira el cielo
con extrañeza.
                                                            Cuando cambias de piel,
                                                            dime, serpiente,
                                                            ¿no tienes frío?
Un árbol muerto…
En sus ramas florecen
las mariposas.

Kobayashi Issa, Poemas de madurez, trad. Josep M. Rodríguez, Lucena, Juan de Mairena, 2008.

 

lunes, 11 de abril de 2011

Links

Manuel Vilas, Javier Sánchez Menéndez, Óscar Martín y Carmen Córdoba han enlazado sus blogs con La caja negra.

Gracias.

(Si alguien más lo ha hecho o tiene previsto hacerlo, por favor, avisadme: josepmrodriguez@hotmail.com)

Por supuesto, gracias también a mis seis compañeros de viaje.
 

domingo, 10 de abril de 2011

"Raíz", reseña del crítico literario José Andújar Almansa


Inmersión

Raíz ha sido el título elegido por Josep Maria Rodríguez para su último libro de poemas. Teniendo en cuenta la calidad y el protagonismo adquirido por obras anteriores como Frío (2002) y, especialmente, La caja negra (2004), convertidas en referencia dentro del horizonte de la lírica última, hay que suponer las expectativas que esta nueva entrega del autor despierta. Entre ellas, la de consolidar una voz, y, casi en ese mismo sentido, la de percibir con cierta nitidez los caminos, o algunos de los caminos, que poco a poco van trazando en el mapa literario los poetas jóvenes con mayor talento.

¿Se trata entonces de consolidar, de fijar, de precisar? Los resultados, la recepción crítica y lectora, resultan independientes de las motivaciones internas de los poemas. Si este libro acaba echando raíces en la poesía española de su tiempo es cosa que ya se verá, aunque parece muy probable.

Yo creo que Raíz debe entenderse, sobre todo, como búsqueda de ese principio o mecanismo interior que es el lugar desde donde escriben los verdaderos poetas, según apuntara Coleridge. Adviértase, no obstante, que el autor inglés hizo estas y otras apreciaciones en las páginas de su Biographia literaria justo en los albores del romanticismo; pero ahora que la gran modernidad parece a punto de cerrar sus puertas los términos suenan muy distintos. Todo interior resulta, hoy por hoy, mucho más escurridizo. Lo cierto es que no estamos seguros de que las profundidades conserven realmente algo, de que la inmersión pueda resultar todavía satisfactoria. Zygmunt Bauman ha acuñado el término de Modernidad líquida para aludir a ese ejercicio cotidiano de la fugacidad que es nuestra realidad presente, donde todo resulta móvil, fluctuante, desechable, sin objetivos que fijar ni metas que establecer. En el mundo líquido-moderno el tiempo fluye pero ya no discurre, no se encamina; el cambio es constante pero no hay conclusión.

Todo interior resulta escurridizo. Lo profundo es esquivo, igual que lo fugaz. He aquí la pastilla de jabón con la que el crítico puede resbalar al entrar plácidamente en el libro. Fijémonos, si no, en el poema «Ducha» (un ejemplo que no considero insustancial del todo). Dudamos al juzgar la siguiente escena un diálogo amoroso de desamor o, por el contrario, el monólogo ante el espejo de un yo desdoblado y posmoderno: «Abres el grifo / y esperas a que el agua se caliente. / Nos desnudamos juntos. / Igual que el barrendero / sabe la suciedad de las ciudades, / te conozco: / Sé de tu rabia y tu fragilidad. / También de tu soberbia / o del temor a lo que no controlas. / Aprendí de tus dudas, / me despertó tu miedo. / Mas nada de eso importa, / pues sólo así se llega a conocerte».

¿Nos quedamos, por tanto, con la versión de una sentimentalidad inquieta, llena de matices y desequilibrios, como en muchos otros momentos del libro? («Despertar», «Silencio», «Fin», «Variación Pagliarani», «Pequeña digresión»), ¿o conviene concentrarse finalmente en  una higiénica exploración de lo subjetivo? En ambos casos nos situamos en terrenos explorados con dinamismo e intensidad lírica por los autores más recientes. Acostumbrados al «Yo no soy yo. Soy éste / que va a mi lado sin yo verlo», de Juan Ramón Jiménez, donde, pese a la contradicción aparente, todo transcurre sin sobresaltos; acostumbrados a no dudar nunca de la esencialidad de un sujeto sin cuya conciencia se viene abajo el firmamento, nuestros días experimentan una identidad provisional, siempre en construcción-deconstrucción y, por tanto, inacabada, colapsada por obras, incómoda, con su consiguiente querella de excesos y salidas de tono.

Por eso valoro la poesía de Josep Maria Rodríguez. Alguien que ha hecho de la brevedad, mejor dicho de la condensación, inconfundible marca de estilo propio, y que ha convertido la desnudez (todo aquello que no significa relleno ni transiciones) en precisión, esto es, en sugerencia. Valoro su capacidad para conducirnos precisamente hacia lo que ha quedado sin decir. Y bien, ¿qué?, ¿eso que presupone la profundidad? No estoy seguro, pero para llegar allí el poeta sabe dejar la puerta abierta, alguna luz encendida. A menudo, detrás de un verso o suspendida de una imagen, aparece la invitación que podemos o no seguir, el botón que hay que pulsar. Trataré de poner un ejemplo, que ahora sí considero esencial: en uno de los poemas iniciales del libro observamos que una lata de Coca-Cola abandonada entre los árboles se ha transformado en rojo corazón del bosque, el corazón a través del cual palpita, por un momento, la realidad entera, o al menos toda la realidad que nos concede ese instante del poema. ¿Qué significa esto? No lo sabemos, porque, como advierte el poeta, «la realidad se escapa a la mirada», aunque nos esforcemos «siempre está incompleta». Intuyendo eso hemos pulsado el botón. De eso se trata en poesía.

Me interesa la escritura de Josep Maria Rodríguez porque poéticamente plantea estrategias donde la subjetividad sea un punto de llegada a la vez que un punto de partida. «¿De quién más puedo hablar cuando estoy solo?» nos dice en la primera página de Raíz; y en la poética incluida en Deshabitados (2008), la antología de poesía joven realizada por Juan Carlos Abril, se copia a sí mismo el argumento desde el patio de butacas: «La poesía que me interesa habla de mí. La leo en Rilke, Pound, Vinyoli y en el resto de autores con los que me identifico». Por tanto, leer poesía o escribir poesía (el resultado suele ser indistinto) es una manera de estar solo, un camino hacia adentro. Lo dije al principio: Raíz nos habla de la necesidad de profundizar, ya que esa es la condición de lo poético y la exigencia del sujeto que allí se expresa. Pero se refiere también a las dificultades de ese camino cuando se ha decidido no caer en trascendentalismos ingenuos. Así que valen dudas e interrogantes como moneda corriente, en efectivo, pero no se aceptan metafísicas a crédito. Si aquí y allá, entre las páginas del libro, tropezamos de cuando en cuando con retazos del enigma («No acierto a ver qué oculta», «A veces me pregunto qué hay detrás»), la formulación exacta de la pregunta la encontraremos en un poema que ahora sí estamos legitimados para considerar un «Autorretrato», puesto que así lo titula su autor: «Me pregunto qué hay en su interior / y la pregunta también me incluye a mí». Insisto en que esa es la manera más exacta de formularla, porque cualquier indagación sobre la realidad incluye al propio yo poético, como en aquel fantástico apunte lírico del Juan Ramón de Piedra y cielo: «Lo que yo te veo, cielo, / eso es el misterio; / lo que está de tu otro lado, / soy yo aquí, soñando». Como ya suponemos, la poesía de hoy no puede soñar ese sueño con igual nitidez, por lo que entiendo que la imagen del puente tendida por el poeta en «Autorretrato» («Suelo venir aquí en los días de niebla / para ver cómo el puente no alcanza la otra orilla») implica de algún modo una aceptación de los propios límites. Eso no excluye el estupor o el desencanto. ¿Adónde debiera conducirnos ese puente?, ¿acaso hacia esa «otra parte» de la vida», a la que se alude en algún momento? ¿Es que no sabremos llegar nunca hasta el fondo, ni siquiera hasta el fondo de nosotros mismos?

De una imagen a otra: también la cubierta del libro sugiere la contrariedad al mostrarnos la estampa de un desierto. La misma presencia que puede interpretarse como síntoma de una apuesta solitaria, de aventura de lo absoluto, sirve para recordarnos la esterilidad, la imposibilidad de echar raíces. Añadiría que la metáfora cambiante de su arena evoca una realidad inestable, en continua erosión, en perpetua mutabilidad: «A cada instante, una realidad. / A cada realidad su equivalencia»; esto es: un modo distinto, el mismo, de enunciar el tema central de este libro: la inquietud por discernir un centro de gravedad, por intuirlo vitalmente desde la poesía.

La pregunta es, por tanto, cómo o, si se quiere, dónde. ¿En el pensamiento?: «Pensamiento y mirada se interceptan. / Dibujan una flecha que apunta a lo que huye»; o lo que es lo mismo: son «raíz de un tallo que no existe». Sigamos buscando. ¿En la memoria, entonces?: «Soy demasiado joven / para que se me exijan los recuerdos», nos dice el sujeto poético, que añade además: «Por eso me he negado a la elegía». ¿Qué conclusión podemos sacar? Se niega la insulsa repetición («el eco de lo que ya hemos sido»), se niega lo que antes llamé relleno, rutina, hábitos, imagen congelada de la vida. Tampoco se contemplan las cenizas del desamor, lo que hace daño («Canción del mal presente»). Existencia erosionada. No es ahí donde quiere anclar el poema.

Quiere hacerlo, paradójicamente, desde el instante, desde la sensación. Quizás no hemos sabido darnos cuenta, pero nos lo viene anunciando desde poemas como «Amanecer», «Erosión», «Pequeña digresión», «También», «Las nubes», «Indecisión», «Necesidad»… Veamos: «Este día que empieza es lo que soy. / En el fondo, / en qué se diferencian las semillas: / Siempre es cuestión de fe». A lo que podría añadirse: da igual raíz que semilla. Continuemos: «Sólo tengo interés por el instante. / El resto es erosión o me erosiona». Una más: «Mundo de sensaciones: / vuelvo a encerrarme en mí… / Mundo de sensaciones… / Somos raíz hundiéndose en la tierra». Ha dicho Bauman que el hombre actual es un coleccionista de sensaciones, y que lo duradero y lo repetitivo agrada menos aún que el cambio y lo perecedero. Nos aterra la idea de que el tiempo se quede parado por mucho tiempo. La eternidad parece haber perdido mucho de su antiguo encanto y atractivo.

Pero no saquemos conclusiones apresuradas. Frente al vértigo de lo múltiple y lo simultáneo, frente a una realidad y una identidad que no saben estarse quietas («Somos como los radios de una rueda… / La realidad se mueve gracias a nosotros»), en pleno tráfico denso de superficies, el instante atesora también su particular unidad de medida, y ésta no es otra que la mirada, la contemplación. Los ejemplos podrían ser numerosos. Bastarán los más significativos: «Todo nace de la contemplación, / incluso la memoria»; «No hay que bajar los ojos: / Estar atento a lo que me rodea / como una forma de conocimiento»; «Estoy alerta. / La mirada me explica cuanto soy».

No hay que bajar los ojos, estar alerta. Tampoco dejarse confundir por las superficies. En el texto que cierra el libro y que debemos definir como poética, «La charca», se nos advierte que un poema «no es más que la corteza de lo que está pasando». Como se aprecia, otra tentativa de inmersión. Quizás como la que encontramos en estas palabras de Deshabitados: «Todo poema tiene más de cuadro que de fotografía. Más de interpretación que de representación. Las cosas que nos rodean esconden pistas de lo que oculta o guarda una realidad más amplia. La mirada nos muestra sólo un fragmento. Y es función de la poesía enseñarnos a trascender esa realidad». Si los poemas de Josep Maria Rodríguez comunican como un cuadro es porque no dicen de una vez, sino en diferentes tiempos, mediante la percepción sucesivamente incrementada de matices, añadiendo significados que complementan, y a veces corrigen, nuestra percepción inicial, resultado de una lectura o una contemplación acumulativa.

Como la mejor poesía de su tiempo, la poesía de Josep Maria Rodríguez quiere perseguir su centro, su profundización, tratando con una realidad inabarcable en su promiscuidad y multiplicidad. Ahí radican el verdadero reto literario y las contradicciones. Algunas voces jóvenes, entre ellas la del autor catalán, han sabido esgrimir como respuesta una poética de la imagen, la aventura multiplicadora de la analogía y el símbolo. Lo leemos en Raíz: «A cada realidad su equivalencia», o en las páginas de Deshabitados: «La imagen se me antoja una herramienta imprescindible. Hasta el punto de considerarla el corazón de mis poemas. Mucho más que la metáfora, especialmente las metáforas irracionalistas, que desde siempre me han parecido más arbitrarias y, me atrevería a decir, tramposas. La imagen, en cambio, me parece un recurso más preciso». A Paul de Man le divertía comentar la curiosa duplicidad que el término correspondencia, tal y como lo entendemos desde Baudelaire, mantenía con los servicios ofrecidos a los pasajeros de cualquier compañía de transporte suburbano del mundo. Igual que el precio de un solo billete de metro nos da derecho a transbordar de una línea a otra, ampliando así nuestro viaje, la analogía nos permite buscar conexiones entre puntos alejados de la realidad, sin movernos de una palabra. Abarcar lo real infinito desde el transporte de los sentidos.

Si la poesía quiere hoy decir algo debe aprender a decirlo. Si quiere encontrar su melodía debe ensayar otra sintaxis, una que le permita rescatar la imagen poética de todas esas imágenes que duplican y secuestran la realidad. Cada tiempo literario necesita un ajuste más fino, sintonizar de nuevo. De alguna manera aludía a todo esto cuando antes mencioné ese rasgo de conducta o patología literaria que responde al estilo. El de Josep Maria Rodríguez, como ya se ha dicho, es un estilo de depuración y concentración, de técnica que deja atrás la técnica, el oficio en lo que tiene de oficio, y sabe que no hay que permitirse espacios neutros, zonas intermedias entre aquello que resulta definición esencial de un mundo poético, aportación propia.

Entre las aportaciones del artista contemporáneo hay que contar siempre con la particularidad de sus tradiciones, con todo aquello que supone reivindicación, redescubrimiento, reinvención. Es esta una de las paradojas heredadas de la poesía moderna. En el caso del autor de Raíz, su familiaridad con la lírica japonesa del haiku adquiere cierta trascendencia dentro de la poesía española última, debido a una actualidad en parte contagiada por él. Ahí están su antología, Alfileres (2004), y un esclarecedor ensayo sobre el origen y aclimatación de esta estrofa japonesa en nuestra lengua, Hana o la flor del cerezo (2007), alimentando su presencia recurrente: sus versiones y diversiones, que diría Octavio Paz. Pero lo decisivo a la hora de explicar los poemas de Josep Maria Rodríguez en clave de su afinidad con lo oriental, es esa apuesta por la sencillez, por la brevedad de la que desborda intuición o sentimiento. Aunque yo lo achacaría al propio metabolismo de esta poesía, que al igual que la de algunos maestros (Issa, Moritake, pero también Rilke o Breton), sabe nutrirse de imágenes cuyo tallo visible germina hacia adentro. Trataré de situarme en dos escenarios que abundan en el mismo elemento plástico y que demuestran que las mejores lecciones aprendidas son las que se recitan después de olvidadas. En «Pequeña digresión» leemos: «El tigre es una jaula piel adentro»; y un poco más adelante, en «Veintisiete de abril»: «Los treinta y siete dulces horizontes / que la persiana deja sobre tu piel desnuda: / son un paso de cebra hacia la vida».

No sé si al lector de estas composiciones le resultará difícil discernir lo que pretendo argumentar. Así que yo mismo ensayaré otra imagen, una que sirva para explicar el funcionamiento poético de cualquier imagen: la de la piedra y el agua expandiéndose en círculos concéntricos. El dinamismo, la posibilidad de ir más allá, de ampliar progresivamente el radio de sugerencia, de asociación, de implicaciones emotivas o mentales. Una poética de ondas expansivas.

Pero seguro que hay algo más. Esa imagen es asimismo la de nuestra identidad, una identidad flexible, también en fluctuación, en movimiento, ensanchándose o replegándose en círculos concéntricos, como señalan los anillos de los árboles. Así nos la muestra el poeta en Raíz: «Vivir la vida en círculos crecientes / que nazcan y se extiendan desde mí».

Todo círculo tiene un centro ideal y matemático. Hace tiempo que rehuimos ese centro por inviable, así que tal vez sólo aspiremos a él a través la poesía. De la alta poesía, como la que nos brinda en este libro Josep Maria Rodríguez.

                            Publicada en El maquinista de la generación, núm. 17 (octubre de 2009), pp. 226-229.

viernes, 8 de abril de 2011

"Si temierais morir", de Vicente Gallego

Ninguna muerte

Las generaciones son como los nudos de los cordones de los zapatos, se hacen y se deshacen. Para Eliot, se trata de un proceso natural: al principio los poetas se agrupan en torno a unos postulados generales (ya se sabe, la unión hace la fuerza), pero llega un momento en el que los mejores autores van escindiéndose del grupo para adentrarse por sendas más personales y arriesgadas. Un caso evidente es el de Vicente Gallego. Tras publicar algunos de los mejores libros adscritos a la corriente figurativa de la generación de los 80, la comúnmente denominada “poesía de la experiencia”, en 2002 nos sorprendió con Santa deriva, un poemario que se caracterizaba (se ha dicho) por una estética más barroca. Si bien, la poesía de Vicente Gallego se ha mostrado desde siempre muy cercana a la del Siglo de Oro, especialmente en lo que concierne a los dos temas centrales en su obra: el paso del tiempo y el amor ―“Amor constante más allá de la prudencia” se titulaba uno de los poemas de Los ojos del extraño, en lo que era un significativo homenaje a Quevedo, referencia ineludible para todo aquel que se adentre en la poesía amorosa de Vicente Gallego.

Pero quedémonos en el primero de esos dos ejes: “las horas que limando están los días, / los días que royendo están los años”. Como en estos versos de Góngora, la conciencia del paso del tiempo está en Vicente Gallego ya desde el primer o segundo poema de La luz, de otra manera (dependiendo de la edición que se maneje). Un poema en el que su protagonista pasea por un viejo balneario abandonado, entre toallas rotas y cristales y condones resecos y restos del mobiliario: “huesos rotos de un tiempo / que aún el tiempo devora con su ferocidad de larva”. En el fondo, Vicente Gallego está actualizando el tópico de la rosa que tanto juego diera a Garcilaso, Herrera, Francisco de la Roja o los ya mencionados Góngora y Quevedo. El propio Vicente Gallego le dedica uno de los mejores, si no el mejor poema de Los ojos del extraño: “Alguien trajo una rosa / hace ya algunos días, y con ella / trajo también algo de luz, / yo la puse en un vaso y poco a poco / se ha apagado la luz y se apagó la rosa”.

Así, el motivo clásico del tempus fugit actúa como los cables del tendido eléctrico, conectando entre sí los distintos libros de Vicente Gallego: desde La luz, de otra manera, donde cada poema llevaba una fecha por título, acentuando aún más, si cabe, lo transitorio y caduco de nuestra existencia, hasta su obra más reciente, Si temierais morir. Pasando por poemas como “El arroyo”, “Una tarde cualquiera”, “El turista”, “Desvalido orgullo” o “Las tardes”: “Es un destino oscuro el de las tardes, / pero también hermoso / y breve como el paso de los hombres”.

Sin embargo, tras ese “agora sé que el mundo ya me huye”, que diría Boscán, comprendemos “que la vida iba en serio” (JGdB); especialmente tras la muerte del padre, cuya ausencia nos coloca en primera línea de fuego, sin intermediario que valga, conscientes de que “lo siguiente es lo nuestro”. Y así, con esa queja o lamento se abre Si temierais morir: “¿Qué diré que poseo si esta vida / nos echa la ganancia en saco roto? (…) Que se acabe el amor, que se desdiga, / podemos tolerarlo. / Pero cómo aceptar la mentira del cuerpo”. Un quebranto que continúa a lo largo de la primera parte del libro, en poemas como “¿Es que a nadie le extraña?”, “¿Quién?” o “Canción del que escucha”: “¡Si nos lo hubieran dicho / que estar vivos sería / un asunto tan serio; que abríamos de ir / tan lejos y por dónde; / que la sangre / al final / nos llegaba hasta el río!”. Según una antigua enseñanza budista, el pez no muere al morder el anzuelo, sino en el justo momento en el que abre la boca. Del mismo modo, tan sólo desde la aceptación de que nuestro nacimiento supone también nuestra propia muerte podemos trascender esa “mentira del cuerpo”.

Y es precisamente ese momento de iluminación, ese despertar a lo trascendente que los japoneses denominan “satori”, lo que se nos relata en el poema que inaugura la segunda y última parte del libro, titulada “Ahora” ―en clara y significativa oposición a la primera: “Antes”―. Se trata, sin duda, del poema más importante del libro, pues no sólo marca el pulso de toda la sección, sino que le da sentido al conjunto: “Ya veis que no consiste esta ganancia / más que en perderlo todo / un poco más temprano”. El pez se ha dado cuenta de que ha abierto la boca. “Esto era la muerte: / la más grande verdad, / la gran mentira; / verdad porque murió / ―y cómo lo lloré― / el que hubiera creído / escribir estos versos; / mentira porque sigue / tan vivo como siempre”. 

“Estar en el mundo pero no pertenecer al mundo”, reza el sufismo. O, como escribiera Ángel González, “una resurrección, ninguna muerte”. Verso, éste, que Vicente Gallego ya utilizó en el segundo canto de “Las mujeres y las armas”, de su libro Los ojos del extraño. Y es que la poesía de Vicente Gallego siempre ha tenido cierto componente oriental ―léase el “El escriba” o “Nocturno con haikú”― y, a qué negarlo, místico. Porque místico era San Juan de la Cruz, pero también Emily Dickinson, algunos beatniks, el último Juan Ramón Jiménez, cierta poesía devocional india o poetas japoneses del haiku como Matsuo Bashō, capaz de hacernos partícipes de la iluminación gracias a una rana y a un viejo estanque.

Y es que se puede ir más allá de las apariencias sin dejar de preocuparnos por nuestra realidad más inmediata, como el frágil sueño del hijo o unas simples lágrimas. En este sentido, ya algunos poemas de La luz, de otra manera pueden calificarse de místicos, como aquel que termina: “El sol, las rocas, el sonido irreal de la marea / que me arrastra despacio hasta la cumbre, / hasta este instante en que la luz soy yo”. De hecho, la única diferencia entre este poema (“Octubre, 11”) y el que da título al poemario (“Si temierais morir”) es que el primero está escrito desde la inmanencia, mientras que el segundo lo está desde la trascendencia: “Sentado el sol / solté, / fui desasido (…) La rosa de la carne / se deshizo (…)  Sentado al sol me supe (…) Si temierais morir, abrid los ojos”. Vicente Gallego ha abierto los ojos y  ha despertado (“más allá de los modos”) a un estado de gracia o iluminación desde el que ha escrito un buen puñado de poemas, posiblemente los mejores que haya escrito hasta la fecha. Y eso ya es decir mucho. 




Publicada en Azul, núm. 1 (marzo de 2008), pp. 99-100.