Presencia y extravío
Para Plotino, pasar de una vida a otra es como dormir en distintos lechos y distintas habitaciones. El coreano Man-Going escribe: “Antes de que naciéramos / ¿habríamos podido conocernos?”. Y Borges cita a Empédocles de Agrigento (“yo fui doncella, yo fui una rama, yo fui un ciervo y fui un mudo pez que surge del mar”), para afirmar después que la transmigración ha sido uno de los grandes temas de la literatura. Aunque, si hay dos temas a tener en cuenta en la literatura o, más en concreto, en la historia de la poesía universal; esos, son el paso del tiempo y la pulsión que nace entre el amor y el deseo. Dos temas unidos desde el horaciano “carpe diem” o desde que Ausonio hizo de la rosa el símbolo occiental por excelencia para representar la transitoriedad de la belleza. La utilización de los motivos florales como reflejo de dicha caducidad, o tránsito, es algo habitual en casi todas las culturas, por ejemplo: la flor del cerezo o aquella otra que los japoneses denominan “asagao” y a la que cada traductor al español ha dado un nombre distinto.
Pero volvamos al “collige virgo rosas” y su invitación a gozar de la juventud antes de que el tiempo marchite la belleza, que ya con Garcilaso se convierte en un modelo literario que se extiende rápidamente: fray Luis de León, Fernando de Herrera, Quevedo, Góngora, Lope de Vega o, por no excedernos en la enumeración, Francisco López de Zárate: “¡oh tú, cuanto más rosa y más triunfante, / teme, que la belleza son colores, / y fácil de morir todo accidente!”. Una idea de la belleza unida a la fugacidad y al color que es el punto de partida de Los años como colores, primer libro de poemas de Ignacio Elguero. O no exactamente, porque en 1985 Elguero publica ya un breve cuaderno, El dormitorio ajeno, cuyo título ha recuperado trece años después para el que hasta la fecha puede considerarse su mejor poemario.
Con esta nueva versión de El dormitorio ajeno, a la que ahora se acompaña de un subtítulo (38 poemas de amor), y en la que ya no queda rastro de aquellas primeras tentativas poéticas; su autor parece estar recordándonos, desde la reutilización misma del título, que Eros también tiene por costumbre bañarse en el río de Heráclito. Siempre es el mismo amor, el mismo deseo y el mismo placer, por mucho que los amantes salten “de habitación a habitación, / de cuerpo a cuerpo” y vean “cómo amanece en cada cama, / cómo se oculta el sol tras unos besos”.
Para dar fe de ello, Ignacio Elguero elabora, página a página, un minucioso inventario del amor o, más concretamente, de sus máscaras: jóvenes bañistas, “muchachas de las estaciones”, una desconocida de la que sólo sabemos por el roce de su cuerpo (en el poema “Hora punta”, que es uno de los mejores del libro y que parece reelaborar “A une passante” de Baudelaire), o dos jóvenes haciendo el amor sobre la arena de la playa. En este sentido, resulta significativo el título de los poemas “Visión” y “Contemplación”: porque el deseo reside desde su inicio en la mirada. Una mirada que lo reinventa (“alimento mi cuerpo con los suyos” o “me conformo con eso, con mirarte: / tus pechos, tus caderas, tu cintura, / tu sexo ajeno a mí e inalcanzable”), hasta hacer que el deseo y, con él, el placer, parezcan “siempre asunto de desconocidos”. De ahí, también, El dormitorio ajeno.
Mirada del poeta y “Hechizo” o “Búsqueda” de un “Anhelo”. Presencia y extravío del amor, en un libro que abre otra etapa en la producción lírica de este poeta madrileño. “El tiempo es cuestión de instantes”, nos dice uno de los versos de Los años como colores. Y el instante literario de Ignacio Elguero parece haberle alejado en parte (sólo en parte) de la estética pop, de la contracultura, de aquella “generación subterránea” a la que se refería Leopoldo Alas en el prólogo a Los años como colores, o de los novísimos (a los que rinde homenaje en el poema que abre su segundo libro, Cromos).
El resultado es El dormitorio ajeno, un conjunto en el que su autor ha sacrificado algo de aquella frescura y atrevimiento para construir un libro más sólido y hondo. La obra de un poeta que se sabe más seguro a cada verso y que hace un sereno y meditado uso de la tradición: por encima de variaciones o de juegos metapoéticos puntuales, que en Ignacio Elguero son una constante, éste vuelve la vista principalmente a Juan Ramón y los poetas del 27, especialmente a Cernuda, a Salinas y a Aleixandre. Algo de ellos hay en el tono, en la construcción del verso, en el trato de la luz y de la sombra, en las imágenes: “dulce reposo, sosiego de luz, / aire anhelado, silueta de aire”.
En definitiva, un libro en el que el amor y la palabra se muestran tal como son, sin renunciar a nada: “En ti quiero quedarme / ocupándolo todo”. “Si no nos entendemos por el lenguaje –escribió Ramon Llull–, mejor nos entendemos por el amor”. Aunque quizá no haga falta. La mirada hedonista de Ignacio Elguero ha conseguido unir los dos extremos.
Pero volvamos al “collige virgo rosas” y su invitación a gozar de la juventud antes de que el tiempo marchite la belleza, que ya con Garcilaso se convierte en un modelo literario que se extiende rápidamente: fray Luis de León, Fernando de Herrera, Quevedo, Góngora, Lope de Vega o, por no excedernos en la enumeración, Francisco López de Zárate: “¡oh tú, cuanto más rosa y más triunfante, / teme, que la belleza son colores, / y fácil de morir todo accidente!”. Una idea de la belleza unida a la fugacidad y al color que es el punto de partida de Los años como colores, primer libro de poemas de Ignacio Elguero. O no exactamente, porque en 1985 Elguero publica ya un breve cuaderno, El dormitorio ajeno, cuyo título ha recuperado trece años después para el que hasta la fecha puede considerarse su mejor poemario.
Con esta nueva versión de El dormitorio ajeno, a la que ahora se acompaña de un subtítulo (38 poemas de amor), y en la que ya no queda rastro de aquellas primeras tentativas poéticas; su autor parece estar recordándonos, desde la reutilización misma del título, que Eros también tiene por costumbre bañarse en el río de Heráclito. Siempre es el mismo amor, el mismo deseo y el mismo placer, por mucho que los amantes salten “de habitación a habitación, / de cuerpo a cuerpo” y vean “cómo amanece en cada cama, / cómo se oculta el sol tras unos besos”.
Para dar fe de ello, Ignacio Elguero elabora, página a página, un minucioso inventario del amor o, más concretamente, de sus máscaras: jóvenes bañistas, “muchachas de las estaciones”, una desconocida de la que sólo sabemos por el roce de su cuerpo (en el poema “Hora punta”, que es uno de los mejores del libro y que parece reelaborar “A une passante” de Baudelaire), o dos jóvenes haciendo el amor sobre la arena de la playa. En este sentido, resulta significativo el título de los poemas “Visión” y “Contemplación”: porque el deseo reside desde su inicio en la mirada. Una mirada que lo reinventa (“alimento mi cuerpo con los suyos” o “me conformo con eso, con mirarte: / tus pechos, tus caderas, tu cintura, / tu sexo ajeno a mí e inalcanzable”), hasta hacer que el deseo y, con él, el placer, parezcan “siempre asunto de desconocidos”. De ahí, también, El dormitorio ajeno.
Mirada del poeta y “Hechizo” o “Búsqueda” de un “Anhelo”. Presencia y extravío del amor, en un libro que abre otra etapa en la producción lírica de este poeta madrileño. “El tiempo es cuestión de instantes”, nos dice uno de los versos de Los años como colores. Y el instante literario de Ignacio Elguero parece haberle alejado en parte (sólo en parte) de la estética pop, de la contracultura, de aquella “generación subterránea” a la que se refería Leopoldo Alas en el prólogo a Los años como colores, o de los novísimos (a los que rinde homenaje en el poema que abre su segundo libro, Cromos).
El resultado es El dormitorio ajeno, un conjunto en el que su autor ha sacrificado algo de aquella frescura y atrevimiento para construir un libro más sólido y hondo. La obra de un poeta que se sabe más seguro a cada verso y que hace un sereno y meditado uso de la tradición: por encima de variaciones o de juegos metapoéticos puntuales, que en Ignacio Elguero son una constante, éste vuelve la vista principalmente a Juan Ramón y los poetas del 27, especialmente a Cernuda, a Salinas y a Aleixandre. Algo de ellos hay en el tono, en la construcción del verso, en el trato de la luz y de la sombra, en las imágenes: “dulce reposo, sosiego de luz, / aire anhelado, silueta de aire”.
En definitiva, un libro en el que el amor y la palabra se muestran tal como son, sin renunciar a nada: “En ti quiero quedarme / ocupándolo todo”. “Si no nos entendemos por el lenguaje –escribió Ramon Llull–, mejor nos entendemos por el amor”. Aunque quizá no haga falta. La mirada hedonista de Ignacio Elguero ha conseguido unir los dos extremos.
Publicada en El maquinista de la Generación, núm. 7
(febrero de 2004), p. 161.
(febrero de 2004), p. 161.
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