Autor de los poemarios Las deudas del viajero, Frío y La caja negra y responsable de la antología Alfileres, Josep M. Rodríguez (Súria, 1976) se ha convertido en un perseverante estudioso del haiku, estrofa japonesa que alcanza la categoría de moda entre las últimas promociones, sobre todo a partir de los años setenta, cuando se publica en castellano Sendas de Oku, la obra cimera de Matsuo Bashō, a cargo de Octavio Paz.
En Hana o la flor del cerezo el barcelonés investiga la divulgación de una estrofa que en el imaginario del movimiento modernista aparece ligada al exotismo y a un gusto refinado, exquisito, enaltecido por parnasianos y simbolistas. Circunstancias históricas, derivadas del desarrollo industrial y económico del siglo XIX que exigía la búsqueda de materias primas y mercados, propician el descubrimiento de un horizonte cultural semidesconocido; las exposiciones universales y los viajes de escritores a Oriente van a contribuir a una pautada amanecida de una estética que enriquecerá la sensibilidad occidental.
Una voz representativa del periodo Heian, Murasaki Shikibu, parece inspirar el rótulo del presente estudio. Uno de sus tankas emparenta existencia y fugacidad del siguiente modo: "Cómo quejarnos / de ésta, nuestra vida, / al compararla / con el florecimiento / del cerezo silvestre". Es sabido que la contemplación de la rama florecida es una costumbre extendida, casi un rito popular que año tras año se repite como nítida imagen del proceso de transformación al que la realidad se somete. La poesía se apropia de esa fugacidad y hallaría en el haiku un decir elemental.
Josep M. Rodríguez rastrea la influencia y aclimatación de los maestros japoneses a lo largo del tiempo en textos en prosa y poemas orientalizantes no exentos, en ocasiones, de una retórica de lugares comunes, limitada a rellenar un copioso escenario de elementos dispares. La flexibilidad métrica afecta también a las cualidades máximas originarias que buscaban casi siempre capacidad de sugerencia, imagen intuitiva y economía verbal. Estudia cómo la nueva sensibilidad se va asentando en las producciones literarias francesas y anglosajonas y cómo son muchas las recreaciones de motivos. En castellano suele atribuirse el mérito de introducir el haiku en nuestro idioma a José Juan Tablada, aunque sus poemas sintéticos casi nunca respetan la organización rítmica tradicional. La seducción orientalista afecta a Piedra y cielo, de Juan Ramón Jiménez; a la poesía modernista de Manuel Machado y también a casi todos los representantes de la Generación del 27. La ingeniosidad de las greguerías no parece compartir más condiciones con el haiku que la brevedad. Otra forma breve, el aforismo, presenta un elaborado mensaje conceptual, muy alejado de la inmediatez del haiku. Otros espacios lingüísticos peninsulares también dan fe del aire de familia oriental; recordemos la antología de Manent o la Poesia xinesa de A. Mestres.
Cada tradición busca elementos renovadores que contribuyan a integrarse en el devenir literario. Es innegable que el haiku, con una notoria flexibilidad, ha pasado a ser de uso común; falta por asegurar su permanencia buscando un espíritu autónomo y parámetros que justifiquen y propicien la necesidad del poema. Que el haiku no sea flor de un día.
Este de Madrid, núm. 178 (julio, 2007).
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