lunes, 30 de mayo de 2011

"Poesía completa", de Mario Rivero


Mundo abierto en canal

Mario Cataño Restrepo (Envigado, 1935-Bogotá, 2009) podría ser un personaje de novela de aventuras. Se dice que fue voluntario en la Guerra de Corea, cantor de tangos, marchante de arte, gigoló, conferenciante por los pueblos de su Antioquia natal, locutor de radio, granjero, vendedor de enciclopedias, acróbata y levantador de pesas en circos ambulantes, contrabandista, actor de teatro, guía turístico... y, por supuesto, también fue el poeta Mario Rivero: “Mario me llamo / soy mordisco al aire / soy un husmea-cosas / soy un cuenta-cosas”.

Ese “cuenta-cosas” nació en marzo de 1963 con la publicación de Poemas urbanos, una veintena de textos que habían ido apareciendo desde 1958 en el suplemento Lecturas dominicales del periódico El tiempo, y que no fue hasta que se recogieron en libro cuando empezaron a extenderse por los ambientes literarios de Bogotá como lava encendida: luminosa, irrefrenablemente. Gonzalo Arango celebraba “con júbilo” la edición de Poemas urbanos: “Esta poesía de Mario Rivero no sólo abrirá el camino y lo alumbrará sino que será el camino en la crisis y el eclipse del arte deshumanizado de nuestro tiempo. Saludo en su voz al poeta urbano que esparcirá resonancias de una belleza nueva en las avenidas del porvenir”.

El entusiasmo del fundador del Nadaísmo no fue una excepción. Como apunta Andrés Holguín, aquel primer libro de Mario Rivero “fue elogiado, con razón, por nadaístas y no nadaístas”, en parte por esa condición de “poeta urbano” a la que hacía referencia el autor de Prosas para leer en la silla eléctrica. Desde Baudelaire, la metrópolis se ha venido identificando con la modernidad: las primeras vanguardias históricas, T. S. Eliot y Walter Benjamin, Poeta en Nueva York... Una tradición que, sin embargo, Mario Rivero abraza con algunas reservas, porque para él la gran ciudad no es sólo el escenario, sino también el motor de unos poemas que nacen del contacto directo con miles de seres marcados a fuego por su anonimato: “una mujer gorda que abre un paraguas”, tres “modistillas” que esperan el autobús, obreros en su descanso para comer... “Esta calle, mi calle, / se parece a todas las calles del mundo. / Se ven estas cosas y otras cosas”.

Sin embargo, Rivero no escribe –a diferencia de Georg Trakl– “contra la ciudad / donde fría y malvada / habita una estirpe pudriéndose / que a los blancos nietos / prepara un futuro sombrío”. Más bien lo contrario. La suya es un poesía que pretende dar voz a los que no tienen voz. A esa estirpe de hombres y mujeres marginales, desencantados: “Hay tanta soledad a bordo de un hombre”. Sin duda su actitud es similar a la de Nicanor Parra o a la de los españoles Blas de Otero, Gabriel Celaya y José Hierro, para quienes el compromiso ético era igual de importante que el compromiso estético. O quizá más. Algo parecido a cuando Kipling afirma: “Yo no poseo el don de la palabra, pero digo la verdad”.

De ahí el particular estilo de Rivero: deshilachado y prosaico, pretendidamente antirretórico. De ahí también el lenguaje directo y coloquial de sus textos. Como en el primer “Tango para Irma la dulce”, paradigma de la poesía conversacional: “Ya la noche se había acabado / ella puso su mano en mi cara y dijo «soy una mujer cansada» (…) Y luego como la cosa más natural del mundo / «sé que el error está en mí misma»”.

Perteneciente a Baladas sobre ciertas cosas que no se deben nombrar, “Tango para Irma la dulce” aúna ya desde su título mismo dos motivos que se irán repitiendo en la obra de Mario Rivero. Por  un lado, el cine –aquí presente en la alusión directa a la película de Billy Wilder y al personaje encarnado por Shirley MacLaine– . Y, por el otro, la música: “Sosa Beny Moré Gardel / los clásicos del tango y del bolero / y los otros / los Mozart y los Beethoven de siempre / en fin todo eso que uno no ha aprendido a sentir / pero que sí parece lo único verdaderamente pulcro / adecuado / para evadir la brutalidad de los sucesos”.

La fascinación que ejerció la música sobre el carácter mitómano de Mario Rivero –que, recordemos, fue cantante de tangos, toda vez que también ejerció de representante o mánager de otros músicos–,  probablemente explique o sea la causa de la cadencia y sonoridad de sus poemas, pese a que estos carecen de métrica y por supuesto de rima. Y pese a que en ellos hay una búsqueda consciente de un lenguaje empobrecido, a semejanza de la realidad que quieren representar.

Sería injusto, no obstante, quedarnos tan sólo con esa imagen de poeta social y urbano, porque sus textos esconden momentos de una lírica atroz, inmisericorde: “El tiempo es un caballo leproso / que pisotea las cosas”. El autor de Flor de pena entendió que la poesía, el arte en general, es la única forma de evitar que el tiempo pisotee y borre cuanto encuentra a su paso. Es una lucha desigual y suicida. Y quizá por ello, igual que el boxeador que en mitad del combate se lanza desesperado a por su rival porque se ha dado cuenta de que no tiene ni la más remota posibilidad de ganar, quizá por ello, los últimos libros de Mario Rivero son algo más introspectivos: había comprendido que él es un personaje más de sus poemas. Otro antiheroe.

Por más que la belleza de sus versos se lo desmintiera una vez y otra vez. Como el cuervo de Poe. Como las olas de un mar infinito.

Publicada en Cuadernos hispanoamericanos, núm. 719
(mayo, 2010), pp. 119-121.

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